En
la parte alta de Guadalajara se encuentra el Parque de la Fuente de la Niña.
Lugar de correrías y aventuras en la infancia de muchos de los que hoy peinamos
canas. Pero espacio donde todavía hoy muchos niños y niñas descubren el campo,
la naturaleza y el sonido del agua cerca de sus casas. Bien cuidado, abierto y
limpio, es hoy un lugar a donde merece la pena acercarse a dar un paseo en
estas tardes de primavera. Ahí es donde la tradición sitúa una terrible
historia, que Felipe María Olivier describe con todo detalle en su pequeño
libro.
Dice
que tomó aquel sitio y fuente el nombre “de la Niña” en recuerdo de haberse
ahogado en su pilón una criatura a la que le llevó hasta su profundidad el
ansia de querer mirarse en el brillo de su superficie, sin saber quizás que
aquello tenía un hondo camino. Era el 16 de agosto de un año lejano, cuando aún
se celebraban en la cercana ermita de San Roque las romerías, procesiones y
subastas entre sus devotos. Y es cierto, yo aún de pequeño asistí a aquellas
celebraciones, que terminaban con todo el mundo que acudía merendando por los
alrededores. Varias familias residentes en el arrabal del agua subieron allí, y
tras las ceremonias religiosas se extendieron a tomarse sus tortillas y a beber
el vino de bota, entre la ermita y la arboleda del Puente Verde. Se pusieron
luego a jugar a la gallina ciega, y dejaron a los críos que pulularan entre los
jardines y bosques del entorno. La fuente, que llevaba poco tiempo hecha, y era
hermosa y singular, atraía con su sonido y brillos a los pequeños. Se hizo de
noche, y apareció la luna. Se alzó luego, sonriente y loca, como es ella
siempre. Era agosto, hacía buena noche y la reunión se alargó…. una niña, en un
momento, se acercó al estanque, y miró cómo en sus aguas se reflejaba el
satélite pálido, pero brillante. Pensó que era un globo, o una pelota, de
material viscoso y suculento. Quiso cogerla, y cayó al agua. Se ahogó. Y la
familia sólo se enteró cuando fue a recogerse. La búsqueda ansiosa de todos por
encontrar a la niña perdida, terminó con el sobresalto de verla flotando, con
los brazos extendidos, boca abajo, en el agua del estanquillo.
El
dolor de su madre, de su padre, de sus hermanos, de sus vecinos, fue
inenarrable. Duró tanto, que aún quien se acerca la fuente se acuerda de ello.
La madre, dice la leyenda que cuenta Olivier, subía hasta el parque las noches de
luna llena, por ver si en el agua seguí su hija y el milagro de la noche mágica
se producía, devolviéndosela.
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