Aquella
mañana otoñal, plagada de hojas de olmos y castaños, el bachiller Rui López de
Dávalos (abuelo del que llegará a ser Regidor de Toledo) y el damasquinador Bernardino Moreno de Vargas
comentaban los pormenores de las fiestas de
Esquivias, cuando avistaron a menos de un treintena de pies al relojero del
Emperador Carlos V, conocido por todos con el sobrenombre de Juanelo Turriano(
en la pila bautismal de Cremona, donde vino al mundo con el siglo, rezaba como
Giovanni Torrino), que venía hacia la plazuela donde ambos estaban apostados
aprocechando los rayos solariegos de tan bendecida mañana. Lo sorprendente no
era ver al ingeniero y matemático italiano caminar por estos lares, ya que de
costumbre matutina Juanelo solía dar paseos en compañía de su mozo, Jorge de
Diana, donde era agasajado y reverenciado por curia y artesanos, licenciado y
mercaderes, cortesanos y pueblo llano; nadie olvidaba que Juanelo y su
artificio habían calmado la sed del amurallado y empinado Toledo. No.
Las
perplejas miradas del bachiller y del damasquinador de aquel día de mil
quinientos sesenta y tantos se centraron en el extraño acompañante, que no era
su ayudante Jorge, que caminaba al lado de Juanelo con paso balanceante como si
el vino de El Toboso hubiera hecho mella por su temprana y aventurada
ingestión.
Cuando
el resuello de Juanelo y su enigmático compañero de zancada alcanzaron a Rui y
Bernardino, éstos fueron incapaces de pronunciar palabra y saludar al relojero
del César como en ellos era castellana costumbre. Quedaron petrificados,
embrujados por un no sé qué hechizo, como si huebieran visto a los mismisimos
Caballeros de Lucifer cabalgando a lomos de dragones alados. Pero no sólo estos
dos toledanos quedaron estupefactos, también el resto de vecinos que en ese
momento se hallaban en el lugar no daban crédito a lo que estaban viendo
aquella mañana de primeros de noviembre. Algunos, incluso, con rodilla en
tierra, invocaron a sus santos de devoción, acogiéndose al Santísimo como
máximo protector por que podía pasarles.
Turriano,
ajeno a la perpejeidad de sus vecinos, anduvo su camino por la calle estrecha
que conducía hasta el Palacio Episcopal, asiendo de vez en cuando a su
acompañante por un brazo para que éste no diera de bruces con el suelo. El
personaje tan enigmático que había causado el terror, más que la admiración,
entre la población no era otra cosa que un autómata de madera que, según los
presentes, se movía con tal garbo y destreza que en nada tenía que envidiar a
los agüeros que desde el Puente de San Martín al Zoco acarreaban todas las
mañanas el agua que refrescaba los gaznates de los curtidores, plateros y
alfareros, que a grito pelado vendían en este mercado sus artesanas
manufacturas. Al día siguiente, Juanelo Turriano repitió el mismo paseo
acompañado de su autómata, y aunque la expectación fue la misma el recelo de la
muchedumbre, sin embargo, se convirtió, una vez más, en admiración hacia el
ingeniero al que les tenía acostumbrados el relojero italiano de Carlos V. Ese
día, si cabe, el autómata de Tuerriano daba zancada más acordes con los andares
imperiales, muy de moda en Toledo tras
imponerse la iconografía de los reales Alcázares de Sevilla donde Carlos V y el
amor de su vida, Isabel de Portugal, habian contraído matrimonio canónico en la
lejana y añorada madrugada del día 11 de marzo de 1526.
Fue
una mañana histórica, de
reconocimiento multitudinario, puesto que la voz se había corrido tanto o más
que la pólvora utilizada por el Emperador para poner orden en sus vastos
territorios europeos. Cientos de toledanos madrugaron para ver persoalmente el
nuevo invento de Juanelo Turriano, y apostados en las calles en filas
interminables, como si fueran a presenciar el cortejo procesional del Corpus
Christi, esperaron pacientemente a que el relojero saliera de su casa camino
del Palacio Episcopal. Incluso representeantes del Santo oficio participaron en
este espectáculo por si la inspiración luterana y hereje hubiera poseído al
hasta ahora modélico católico y apostólico Juanelo Turriano.
El
relojero abandonó su vivienda a la misma hora que solía hacerlo cada mañana,
pero para la decepción de todos, Juanelo iba acompañado ese día por su ayudante
Jorge de Diana y no por el protagonista que había causado tamaño revuelo y
congregado a cientos de toledanos a lo largo de la calle por donde
supuestamente caminaría el autómata. Entre la vecindad se alzó una voz, y
preguntó a Turriano: "Señor, ¿dónde habéis dejado hoy a vuestro famoso
hombre de palo, del que todo Toledo habla
y que nos ha reunido a todos aquí?". Juanelo, envuelto en capa de paño
segoviano por las tempraneras heladas que presagiaban un duro invierno en la
Ciudad Imperial, se dirigió al grupo de donde procedía la interrogante voz, y
con palabra pausada e ineludible acento italiano, respondió: "Estén todos
ustedes tranquilos que al que llaman hombre de palo, que para mí es sólo un
pasatiempo y un juguete, saldrá de mi morada no más tarde de que el sol limpie
la escarcha de esta plazuela". Dicho esto, Juanelo y su mozo se dirigieron
hacia el Puente de Alcántara para inspeccionar su artificio y comprobar que la
compleja y gran noria funcionaba a la perfección y que el suministro de agua al
Alcázar era constante y fluido. Allí, en los aledaños de la casa de Juanelo,
permanecieron todos, sin que nadie se atreviera a abandonar su privilegiado
emplazamiento que le permitiría ver a la estatua moviente.
La
dueña de la casa abrió el protón, y ayudando al autómata situarse en ruta, lo
acercó con delicadeza al centro de la calle. Acto seguido, el hombre de palo
echó su pie derecho hacia delante y comenzó a andar, y después de muchas
reverencias y cortesías llegó hasta el Palacio Arzobispal, donde tomó la ración
de pan, carne y sal que a Juanelo Turriano correspondía como aparejador de la
Catedral, nombrado en su día por el Cardenal Tavera, prelado entonces de esta
Diócesis. Una vez depositadas las viandas en un pequeño saco que colgaba a modo
de mochila de su hombro hasta alcanzar media espalda, al autómata dio media
vuelta sobre sí mismo y recorrió el camino andando, donde el ama le esperaba
impaciente. Este paseo del hombre de palo fue del agrado de todos los
toledanos, que a partir de ese momento reforzaron, aún más, la convicción de
tener entre su vecindario al más insigne y sabio de cuantos científicos vivían
en la época.
Fue
a partir de entonces cuando la popularidad del italiano traspasó todas las
fronteras atribuyéndole nuevos y prodigioso inventos desarrollados en su época
milanesa, y que, según los rumores alentados por el populacho, había cuadrado
con extremo celo hasta su muertes el Emperador Carlos V para su deleite
personal en su retiro de Yuste, donde Juanelo vivió casi recluido en Cuacos en
compañía de otros destacados inventores, astrólogos y científicos. Se decía que
había construido pájaros que batían las alas y cantaban, y tanta era su
naturalidad que había que atarlos para que no se escaparan. Otros aseguraban
haber visto varias estatuillas de hombres armados a caballo, que tocaban las
trompetas y los tambores. Incluso, su fiel amigo y cronista Ambrosio de Morales
describía el modelo que hizo de una "dama de más de una tercia de alto,
que puesta sobre una mesa danza por ella al son de un tambor, que ella misma va
tocando y da vueltas tornando a donde partió".
El
hombre de palo se convirtió así en la atracción preferida por los toledanos,
que incluso, venían de los pueblos y de la vecina Madrid para ver in situ al
autómata de Juanelo que, puntualmente, unas veces acompañado por su creador,
otras en soledad matutina, recorría el camino que distaba entre la casona del
sabio italiano y el palacio de la curia toledana, donde los eclesiásticos
tenían en el autómata una de sus preferidas diversiones. "sólo le falta
hablar", comentaba Saturnino Bellido, santero arzobispal, que era el
primero en recibir a la estatua andante antes de que ésta recogiera en su pardo
saco las prebendas alimenticias que correspondían a su amo y creador. La
popularidad del autómata llevó a los toledanos a renombrar la estrecha calle
donde la estatua moviente tenía más dificultades de atravesar, y que antecedía
a la plaza donde se hallaba el Palacio Arzobispal, siendo bautizada pro el
propio pueblo como Calle del Hombre de Palo.
Así
fue como el hombre de palo quedó inmortalizado en la historia milenaria de Toledo, y hoy todavía perdura la calle
que lleva su nombre, por donde el autómata, de dos varas de alto y miembros
correspondientes, paseó su gracia, unas veces vestido de corto, otras de
golilla, pero siempre exhibiendo una cariñosa cortesía que cautivó a los
guachos del Toledo que pocos años después perdería la capitalidad del Reino.
Tal era la devoción de estos muchachos, tal su querencia con el hombre de palo,
que los corros infantiles quisieron dotar a la estatua de vida propia y
tratarla como un vecino más del amurallado Toledo, bautizándolo con el nombre de Don Antonio, pero eludiendo
dotarlo de apellido no fuera que el árbol genealógico de Giovanni Torriano, a
pesar de no estar blasonado, se sintiera herido en su historia ancestral por
llamar al hombre de palo Don Antonio Turriano, que como criatura creada por el
relojero de Carlos V le debería corresponder.
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