Las noches de guardia en
la Casa de Tastas eran tranquilas hasta que unos inusuales acontecimientos
comenzaron a inquietar a militares y músicos. Se escuchaban ruidos procedentes
de una de las viviendas de arriba, se intuía movimiento… había alguien. Estos
comentarios hacían muy poca gracia a los soldados de la guardia entrante.
-No puede ser… será algún
gato que se ha colado por la ventana.
-Que no, que no; esos ruidos no puede hacerlos un gato, a mi me parecían pasos de hombre.
-¿Pasos de hombre?… Tú lo que quieres es meterme miedo y hacerme pasar una mala noche…
-Que no, que no; esos ruidos no puede hacerlos un gato, a mi me parecían pasos de hombre.
-¿Pasos de hombre?… Tú lo que quieres es meterme miedo y hacerme pasar una mala noche…
Y así fue. Nuestro
protagonista no pudo dormir sugestionado por lo relatado por el compañero
saliente. Efectivamente, algo se oía… e inequívocamente eran pasos; unos pasos
que se le antojaban dificultosos y que parecían sonar más fuerte cada vez. La
imaginación del soldado estaba desbocada, daba forma a multitud de horrores
acechantes que en cualquier momento lo asaltarían y lo arrastrarían al piso de
arriba entre sollozos y chirriantes risas. El miedo venció a la razón; el soldado
salió a la calle y completó la guardia contando sus pasos por la acera de la
Calle Capitán; así por lo menos no escuchaba los del piso de arriba.
Los hechos terminaron en
boca de todos los soldados: las guardias se hacían cada vez más incómodas y los
mandos terminaron por intervenir.
-En esta casa no hay
nada- dijo muy seguro el sargento Vidal -. Es más, para olvidarnos del asunto
subiremos esta tarde, aquí en la sede se guardan todas las llaves de las
viviendas de arriba. Esa casa no se abre desde que murió su inquilina. Era una
señora muy mayor… Recuerdo que le faltaba una pierna… andaba con muletas.
A la tarde, el sargento
subió con dos soldados y abrió la puerta no sin dificultad. La madera estaba
hinchada y ofreció mucha resistencia y fue necesario que los dos soldados
arrimaran el hombro literalmente. Parecía que la casa se esforzaba en ocultar
su interior, los soldados sintieron que estaban forzando una voluntad, pero
entraron… No había luz, y el sentido del olfato imperaba sobre el de la vista.
El olor a apulgarado penetraba hasta el alma. Encendieron los mecheros. Tras el
mortecino resplandor distinguieron muebles arruinados por la humedad, unas
muletas apoyadas en la pared y, entre éstas, una zapatilla de las de andar por
casa. En el centro de la habitación que servía de recibidor destacaba un gran
bulto alargado cubierto con una sábana.
-¿Qué será esto tan
grande? -preguntó en alto el sargento mirando a los soldados. De manera
automática, dio un tirón a la sábana, dejando al descubierto un tambaleante y
polvoriento Cristo crucificado. El polvo que desprendió la citada tela les hizo
salir tosiendo y espetando:
-¡No me jodas! Si da hasta miedo el Cristo ese; ya no subo más aquí en la vida.
-¡No me jodas! Si da hasta miedo el Cristo ese; ya no subo más aquí en la vida.
Cerró la puerta y bajaron
las escaleras con el cuerpo descompuesto.
-¿Pero habéis visto la cara que tenía ese Cristo?, vamos… no me jodas, qué cara…
Los tres militares se miraron.
-¿Ha oído eso, sargento?
-¡Vaya si si lo he oído!
-¿Lo ve?, son pasos, joder, son pasos…
-Mira chaval – contestó a voces el sargento, intentando imponerse a su propio miedo -.¡¡Como esto sea una broma, os va a caer un paquete a los dos que no se os va a olvidar esto en la puta vida!! Vamos a ver quién es ese cabrón, porque lo que está haciendo esos ruidos es un tío, me juego este -señalándose el cuello con el pulgar -y no lo pierdo.
-Yo arriba no subo, sargento, no hasta que no se haga de día.
-Subís los dos conmigo pero ya, y se ha terminado la discusión; solo me faltaba que no atendiérais las órdenes…
-¿Pero habéis visto la cara que tenía ese Cristo?, vamos… no me jodas, qué cara…
Los tres militares se miraron.
-¿Ha oído eso, sargento?
-¡Vaya si si lo he oído!
-¿Lo ve?, son pasos, joder, son pasos…
-Mira chaval – contestó a voces el sargento, intentando imponerse a su propio miedo -.¡¡Como esto sea una broma, os va a caer un paquete a los dos que no se os va a olvidar esto en la puta vida!! Vamos a ver quién es ese cabrón, porque lo que está haciendo esos ruidos es un tío, me juego este -señalándose el cuello con el pulgar -y no lo pierdo.
-Yo arriba no subo, sargento, no hasta que no se haga de día.
-Subís los dos conmigo pero ya, y se ha terminado la discusión; solo me faltaba que no atendiérais las órdenes…
Subieron al pasillo.
Notaron una extraña brisa en la cara, los alambres del tendedero sonaban como
lejanas campanas. Los pasos se oían al final del corredor. Al llegar frente a
la puerta, la actividad cesó de repente, al igual que el tañido herrumbroso de
los alambres del tendedero. Los militares no dijeron nada, pero querían correr
fuera de allí, sus corazones se negaban a entrar, no querían enfrentarse a lo
que estaba dentro, porque estaba, ¡vaya si estaba! El sargento gritó:
-Se te ha ido la bromita
de las manos, chaval. Te has caído con todo el equipo, se ha acabado para ti la
Cruz Roja.
El sargento no se creía a
si mismo, pero algo había que decir, tenía que abrir la puerta y lo hizo
mechero en mano. La luz de los encendedores duró muy poco: dos de ellos cayeron
al suelo al comenzar la estrepitosa huida. Fue una chispa de tiempo
suficientemente larga como para distinguir al Cristo perfectamente tapado con
la sábana; junto a este, las muletas, y entre ellas, la zapatilla.
Buscando pruebas
El acontecimiento marco un antes y un después en las conversaciones de la cantina. Aunque el paso de los días enfrió los hechos, al sargento le resultaba incómodo despertar el recuerdo, hasta que un día, tuvo una idea y reunió a los soldados que meses atrás corrieron con él escaleras abajo…
El acontecimiento marco un antes y un después en las conversaciones de la cantina. Aunque el paso de los días enfrió los hechos, al sargento le resultaba incómodo despertar el recuerdo, hasta que un día, tuvo una idea y reunió a los soldados que meses atrás corrieron con él escaleras abajo…
-Vosotros visteis lo que
yo vi -.afirmó el mando.
-Sí, mi sargento -.dijeron al unísono los soldados.
-Pues no sé vosotros, pero yo apenas duermo desde ese día… Parece que tengo el Cristo delante de la cama mirándome con sus ojos huecos… Quiero saber qué pasa exactamente en esa puta casa… Esta tarde voy a verter yeso por el pasillo de la corrala y en el piso de la vivienda y quiero que me ayudéis para terminar cuanto antes…
-Sí, mi sargento -.dijeron al unísono los soldados.
-Pues no sé vosotros, pero yo apenas duermo desde ese día… Parece que tengo el Cristo delante de la cama mirándome con sus ojos huecos… Quiero saber qué pasa exactamente en esa puta casa… Esta tarde voy a verter yeso por el pasillo de la corrala y en el piso de la vivienda y quiero que me ayudéis para terminar cuanto antes…
Cinco minutos antes de la
hora convenida, el sargento esperaba nervioso con un saco de yeso blanco entre
los pies, encendía un cigarro tras otro mientras interrogaba su reloj. Por la
esquina de la farmacia (que aún hoy hace esquina con Calle Real) apareció uno
de los soldados:
-¿Y tu compañero?
-preguntó.
-He ido a buscarle y me ha dicho que se encuentra indispuesto.
-¡Sí! Ya me conozco yo esas indisposiciones…
-He ido a buscarle y me ha dicho que se encuentra indispuesto.
-¡Sí! Ya me conozco yo esas indisposiciones…
Cogieron el saco y en
tres pasos se encontraron al pie de la escalera. El soldado que estaba de guardia
salio a saludar al mando y a preguntar a qué se debía la inesperada visita. Las
explicaciones le metieron el miedo en el cuerpo.
-Mi sargento -protestó el
militar -, ¿No podrían dejar esto para otro día que no estuviera yo de guardia?
-Vaya, otro valiente -contestó el sargento -.Ya empiezo a estar un poco harto de estas aptitudes. No me llores porque esta noche nos vamos a quedar los tres a ver qué pasa. ¡Venga! Esto tiene que estar en cinco minutos. Tomad, he traído dos linternas.
-Vaya, otro valiente -contestó el sargento -.Ya empiezo a estar un poco harto de estas aptitudes. No me llores porque esta noche nos vamos a quedar los tres a ver qué pasa. ¡Venga! Esto tiene que estar en cinco minutos. Tomad, he traído dos linternas.
Comenzaron a subir la
escalera. Ninguno de ellos quería llegar al corredor. El patio de corrala
estaba tranquilo, calma chicha. El silencio se notaba espeso, pesaba e
incomodaba. Se hicieron sitio delante de la puerta. El sargento giró la llave y
abrió sin dificultad, arqueó las cejas en un gesto cómplice hacia los soldados.
Orientaron la luz hacia el interior y distinguieron el bulto del Cristo bajo la
sábana. Todo estaba en orden aparente, pero algo no encajaba. Las muletas no
estaban, la zapatilla tampoco. Los haces de luz taladraban la oscuridad entre
el polvo en todas direcciones pero ninguno de ellos daba ni con las muletas, ni
con el calzado.
-Mi sargento, termine ya,
tire el puto yeso y vámonos de aquí… ¡Las muletas no están, joder! ¡LAS ESTÁ
USANDO!
El sargento rajó el saco
y tiró tembloroso una capa de yeso alrededor del Cristo
-Me c* en la h* -espetó
-. Cállate joder, me estás poniendo negro.
Dejó el saco en el suelo
y tiró de la sabana. El miedo le paralizaba y le hacia actuar con inseguridad,
la sábana se enganchó y el Cristo se mostró como un tentetieso, sin llegar a
caerse, pataleando el suelo con su base haciendo un ruido intermitente. La
escena pudo con los nervios de los tres de la Cruz Roja. La riada de adrenalina
arrastró a uno de los soldados, que cayó escaleras abajo llegando al cuarto del
practicante antes que ninguno, pero con una brecha de seis futuros puntos en la
frente… Ni por asomo se quedaron allí, esa noche las heridas fueron atendidas
en el servicio de Urgencias de la calle el Gobernador.
Al día siguiente, ninguno
se quería mirar. Quedaba cerrar el círculo, quedaba ver qué pasó con el yeso,
pero parecía que la curiosidad salió huyendo con el poco valor que les quedaba.
Es mas, los tres sabían perfectamente lo que había de pasar con el yeso, y ello
fue comprobado a posteriori ese mismo día, pero no por los
investigadores involuntarios de la investigación. Al contar todos lo hechos en
la cantina, dos soldados entrantes y un miembro de la banda subieron entrada la
tarde, llaves en mano. Al abrir se encontraron con que la mancha de yeso no era
virgen, en ella había marcas de calzado de pie derecho, acompañadas de sendas
señales circulares de los tacos de goma de las muletas. Tanto las muletas como
la zapatilla se encontraban a los pies de un bulto alargado, perfectamente
cubierto con una sábana…
A partir de cerrar por
última vez la puerta, nada se oyó… ni pasos, ni golpes; nada. Incluso los
alambres del tendedero callaron, tal vez presintiendo la futura competencia del
estruendo de las excavadoras…
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