El saber popular, siempre tan certero y rotundo,
recoge que nunca llueve a gusto de todos, de ahí que constantemente los
labradores miraran al cielo en busca de una respuesta al futuro de sus cosechas
y pastos. Si una tormenta amenazaba el fruto de su esfuerzo y sudor para
ganarse el pan y porvenir de sus hijos, contaban con elementos mágicos con los
que, según se ha transmitido de generación en generación, ahuyentaban la furia
de las nubes. Principalmente las campanas de las iglesias y ermitas. Tocarlas o
voltearlas eran el bálsamo a la cercana descarga del chaparrón. La provincia de
Salamanca no es ajena a estos relatos, como ocurre en Navamorales.
Cuenta la leyenda que las tormentas nunca pasaban
por los dominios de este pequeño pueblo al sureste de lo que hoy es la
provincia de Salamanca. Ubicado entre montes, era lugar propicio para que las
nubes mostraran toda su ira contra los comunes mortales, alardeando del poder
de la naturaleza sobre el hombre. Hasta que un día se construyó una campana
mágica que los lugareños colocaron en la iglesia.
Encargada a un prestidigitador de oriente, muchos
dudaban de las especiales propiedades del metal, pero la primera prueba rebatió
todos sus argumentos en contra. El cielo se tiñó de luto y amenazaba con una
tromba que ni los más viejos del lugar recordaban. Los más desconfiados
regresaron a sus hogares y cerraron con fuerza puertas y ventanas. Los más
creyentes permanecieron impasibles en la plaza del pueblo esperando a que la
campana demostrase su poder. Las nubes avanzaban rápidamente, como si el dios
Eolo también estuviera impaciente por despejas la duda. Y, de repente, cual
cúpula invisible sobre Navamorales, las nubes fueron rodeando las casas para
continuar hacia Piedrahíta. La campana había funcionado.
Durante varias generaciones las cosechas de esta
zona eran las mejores de tierras charras. Nadie sabía por qué. Nadie se lo
explicaba. Pero los vecinos de Navamorales sonreían con astucia y guardaban el
secreto. Cada vez que una tormenta amenazaba con estropear sus campos sólo
tenían que dar la vuelta a la campana de la iglesia y tocarla con fuerza. Así
lo hicieron una tarde a comienzos del otoño, en que la gota fría se cernía
sobre ellos. Como era costumbre un mozo subió hasta el campanario, volteó la
campana y su tañido comenzó a resonar por toda la comarca. Pero tal fue la
fuerza que empleó en el golpeo que la campana se resquebrajó. El zagal no sabía
qué hacer. Sabía que si continuaba podría terminar destrozando el metal, pero la
tormenta estaba ya prácticamente en el pueblo. Así que no cesó en su empeño. La
tormenta pasó de largo, pero la campana se hizo añicos.
Los vecinos de Navamorales, horrorizados,
recogieron cada uno de los pedazos y los enviaron al mismo fabricante para que
rehiciera la campana cual ave fénix. Un mes después, estaba de vuelta. Hubo una
gran fiesta y la campana regresó a su lugar. No tardaron en comprobar sus
efectos. Horas después una tormenta llegaba desde los montes de El Tejado. El
mismo joven con cuyo ritmo se resquebrajó la campana subió a la iglesia, besó a
su admirada compañera, la volteó y comenzó a acompasar la melodía que ahuyentara
las negras nubes. Pero la oscuridad se apoderó del pueblo y el agua descargó
con fuerza sobre las cabezas de los lugareños. La campana había perdido sus
propiedades mágicas. Desde entonces, Navamorales dejó de estar protegida contra
las tormentas.
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