Había una vez, hace muchos, muchos años, una
Princesa que vivía en el gran Castillo del Marquesado de Montemayor del
Río. La villa feudal era la más importante en kilómetros a la redonda por
su estratégica posición en la Vía de la Plata y por ser parada de paso de la
Calzada Real. Así, superaba con mucho su prestigio frente a la vecina Béjar. Y
sin embargo, era allí donde estaba lo único que deseaba la Princesa: su amado.
Un amor prohibido para la hija de los descendientes
del mismísimo Sancho el Sabio, pues debía casar con alguien de más alta
alcurnia y poseedor de grandes riquezas para engrandecer el feudo. Esto le
llenaba de pesar, marchando a diario con su tristeza hacia alguna de las torres
del Castillo. Allí pasaba las horas mirando hacia el bosque encantado, envidiando
la libertad de sus animales.
Bajo ella se desplegaba como un mapamundi el valle
arbóreo a través del cual trazaba su huida, ajena a los vasallos que, abajo,
cuchicheaban lo impropio de que una dama dejara que el sol le tintara la piel y
el viento enmarañara cada día sus cabellos.
Ella también los miraba, viendo en ellos muros y
cadenas. Si lograba salir del castillo, de su gran foso y su doble muralla, no
podría sortear las miradas de los villanos. Temían al Señor más que a nada
y raudos darían la alarma. Los calabozos de la fortaleza eran
famosos. En ellos se espachurraban cabezas, se arrancaban pechos y se hacían
todo tipo de torturas con artilugios diseñados por el diablo.
Un día vio llegar al rico prometido con el que su
padre terminó pactando su boda. Negándose a acudir al encuentro, la Princesa se
escondió en la chimenea de la cocina. Para su sorpresa, desde su interior
se escuchaban claras las conversaciones de la estancia. El Alférez Mayor llegó
con uno de los soldados. “Aquí tampoco está. Bajemos a los calabozos, hemos de
dar con ella y llevarla al salón o sufriremos la cólera del Señor. Hoy ha de
marchar con el Duque!”.
La desesperación se apoderó de la Princesa. Cuando
los soldados partieron salió del escondite y entonces lo vio. Sintiéndose entre
las fauces de un monstruo, dio dos pasos y se lanzó al pozo.
Cayó y cayó dentro del pozo más profundo del reino
hasta sus gélidas aguas. En ellas buceó como un pez hasta que de pronto vio una
luz. Al emerger estaba sola, en una poza del río de ese bosque que no se
cansaba de mirar. Se dejó llevar, libre y feliz en el agua, y entonces ocurrió.
Se olvidó de marqueses, de príncipes y de amados y se convirtió en trucha.
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