Coca
no se llama así por ningún refresco azucarado ni mucho menos por una
estimulante sustancia blanca de origen andino sino porque ya existía desde la
Antigüedad una ciudad a la que los textos clásicos aluden como Cauca y que los romanos ocuparon
en su expansión peninsular; fue la cuna de Teodosio el Grande, el último emperador del
Imperio Romano unificado. Luego su historia se vuelve etérea hasta dos momentos
del Medievo, uno cuando el rey Alfonso
VI funda la Comunidad y Villa Tierra de Coca (siglo XI) y otro
cuando el marqués de Santillana cede el lugar en una permuta por la villa de
Saldaña al obispo de Sevilla Alonso
de Fonseca y Ulloa (siglo XV). Fue esta familia la que obtuvo del
monarca Juan II el permiso para erigir un castillo en las afueras, aprovechando
la protección que proporcionaba un meandro del río Voltoya. Las obras se
llevaron a cabo con una rapidez poco común, apenas una veintena de años
entre 1473 y 1493.
Atención
al apellido Fonseca porque juega un papel fundamental en la historia del citado
marqués de Cenete. Don Rodrigo
Díaz de Vivar y Mendoza, que así se hacía llamar tras haber incorporado
a su apellido el del Cid para darse aún más lustre, era el prototipo de
caballero de aquella época de transición de la Baja Edad Media a la Moderna,
cortesano modelo, guerrero consumado y, ay, galán impenitente cuyas conquistas -no sólo las militares-
eran la comidilla de toda la nobleza hispana. Pero el marques, viudo, se
enamoró de la doncella equivocada: María
Fonseca, sobrina del obispo que adquirió el castillo; le debió dar
fuerte porque se dice que por ella renunció a casarse con la mismísima Lucrecia
Borgia. El caso es que los Fonseca se negaron a autorizar aquella relación y el
propio rey Fernando ordenó el matrimonio de María con otro hombre, confinándola
tras los muros cuando se negó y obligándola a contraer nupcias con o sin su aquiescencia. María,
casada, pasó de un lugar a otro; entre ellos Coca, que para eso era una
propiedad familar.
Lo
primero que ve un visitante al llegar al castillo es la espléndida silueta que
parece más un decorado de película fantástica. Al contrario que en otros
sitios, aquí predomina visualmente las líneas horizontales sobre las verticales porque el complejo
no se asienta sobre un cerro, como suele ser lo típico, sino sobre un falso
llano con cierto escarpe por la parte trasera. O sea, que es una percepción
algo engañosa porque cuando uno se acerca se percata de que las almenas y torreones del castillo
tienen una altura mucho mayor de lo que parece de lejos y, encima, el foso los agranda todavía más. Si
a alguien le queda aún alguna duda, le sugiero darse un paseo por los adarves, con el tejado del patio a un
lado y el abismo al otro, bajo las sombras que producen la mole imponente de
las torres.
Sus
constructores fueron alarifes (arquitectos) sevillanos bajo la dirección del
maestro Alí Caro, un
experto en arquitectura defensiva, por eso el estilo elegido es una combinación
de gótico y mudéjar, con el mencionado ladrillo
como material básico, si bien usa igualmente piedra caliza en ciertos sitios.
Aparte del enorme foso exterior con puente y reja, dispone de dos recintos
amurallados concéntricos. En el segundo, donde se ubica el patio de armas, se
alza la torre del homenaje,
por cuyas plantas se distribuyen dependencias diversas que se comunican
mediante angostas escaleras de caracol y pozos con enjarretado: capilla,
calabozos, patio renacentista, sala de armas… Esta última presenta una bonita
decoración ojival, con bóveda nervada en forma de estrella, estucos, mosaicos y
pinturas.
No
fallan las inevitables armaduras dando
ambiente y una sala con acústica extraordinaria que permite oir desde un
extremo lo que se habla en voz baja desde el otro. Tampoco la siempre
sugestiva mazmorra, que en
realidad parece ser que se trataba más bien de un almacén; lo que no quita que
pudiera usarse como cárcel en un momento dado y si había un inquilino para
ello; eso sí, si era de alcurnia el castillo entero era la prisión, como
pasaría en 1645 con el duque de
Medina Sidonia cuando fue acusado de pretender proclamarse rey de
Andalucía.
Por
otra parte, aquel también fue escenario de virulentos combates, como cuando
los comuneros intentaron
asaltarlo infructuosamente en 1521 o cuando las tropas napoleónicas prácticamente lo destruyeron en 1812,
aunque el estado de ruina lo redondeó veintiséis años más tarde el
administrador de la Casa de Alba (a
la que pertenecía desde el siglo anterior) al vender sus materiales nobles por
lucro personal; su aspecto actual, de hecho, es fruto de una reconstrucción de
los años cincuenta, pues al fin y al cabo estaba -está-catalogado como Monumento Histórico Nacional.
En
1502, rabioso y frustrado, Don Rodrigo se dedicó a propagar el rumor de que el
nuevo marido era bígamo e intentó una incursión contra el castillo para raptar a su amada en la que
estuvo a punto de perder la vida cuando fue rechazado de forma contundente, a
base de aceite hirviendo por el matacán. La reina Isabel, siempre preocupada
por evitar escándalos en su reino, intervino entonces para poner fin a aquella
historia, recluyéndole a él en el castillo de Cabezón. Pero los amantes eran
pertinaces y en 1506, para estupor de todo el mundo, el marqués se llevó a
Maria del Monasterio de las
Huelgas, donde la habían internado al quedar viuda, y la desposó en
Coca. Su insistencia tuvo premio: al año siguiente el rey regente Fernando tiró
la toalla y terminó autorizando el
enlace, aunque ella fue desheredada por los suyos. Nada comparado con el
pasar a la posteridad a través de crónicas, canciones galantes… y blogs.
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