En 1318, sublevado Ismael-ben-Ferag, que después fué rey de Granada, contra su tío Nasar-Abul-Giux, se apoderó de algunos pueblos y ciudades pertenecientes a Nasar, siendo uno de ellos la villa de Estepona con su castillo; pero viendo Ismael que su tío no podía dejar impune su traición, y que le aprestaba a salirle al encuentro con un ejército poderoso, pidió ayuda al infante D. Pedro, tutor de D. Alfonso el Onceno, cediendo como prenda de amistad, entre otros dones, la villa de Estepona a la corona de Castilla.
Tomaron posesión de ella los castellanos, retirándose los moros a la tierra, y llevando consigo sus mujeres, sus hijos y sus riquezas; pero también se tomó posesión del castillo examinando hasta el último rincón, y pasaron meses en él los nuevos poseedores, sin que ocurriese nada que les llamara la atención.
Pero una noche ¡noche de tempestad! la bóveda celeste, cubierta con el negro crespón de la noche, había ocultado la luz de las refulgentes estrellas; la mar embravecida batía en las rocas; las olas rugían; el estampido del trueno retumbaba en el espacio, y el viento, que soplaba impetuoso, silbaba en los ángulos salientes del castillo.
Eran las dos de la madrugada; Garci-Pérez, soldado viejo, buen cristiano, valiente en la pelea, hombre que no se acobardaba ante un escuadrón de moros pero ignorante y supersticioso, hacía la centinela sobre la barbacana del castillo apoyado en su ballesta, cuando entre el ruido de la tempestad percibió la encantadora voz de una mujer, que entonaba una canción árabe al compás del salterio.
Al principio le pareció una ilusión de los sentidos; prestó atención, y se cercioró de que no se engañaba; en uno de los intervalos en que el mar, el trueno y el aire parecía que descansaban para volver con más fuerza al infernal concierto, oyó clara y distintamente el salterio y la voz; al parecer, aquellos sonidos debían salir de debajo de la tierra; el buen Garci-Pérez temió que el alma de alguna mora, estuviese penando en los cimientos del castillo.
Apenas le relevaron, buscó al gobernador D. Gonzalo Manrique para referirle lo que había oido: al día siguiente se registró todo, hasta las casas inmediatas, y no se descubrió ningún indicio que pudiera revelar de dónde salía aquella voz; D. Gonzalo creyó una fascinación del viejo soldado cuanto le había dicho; pasaron dos meses sin que se volviese a oir nada y nadie se volvió a acordar del salterio ni de la cantora.
Pero a los dos meses, en una noche tranquila y apacible, se volvió a oir la voz; entonces no fué Garci-Pérez fué toda la guarnición la que la oyó, y era indudable que cantaba dentro del castillo; se volvió a registrar todo, no quedando rincón que no fuese examinado con la mayor escrupulosidad; mas fué inútil; no se descubría el nido de aquel ruiseñor.
A la noche siguiente; otro soldado valiente y decidido, menos preocupado y supersticioso que Garci-Pérez, se paseaba por la terraza a las doce de la noche, cuando vió cruzar por el patio una visión, que le pareció una mujer cubierta con un velo blanco; lejos de aterrarse, tomó una lámpara de mano que encontró al paso y se lanzó a la escalera; al llegar al último tramo se encontró cara a cara con la visión, que subía; la asió de un brazo; ella apagó de un soplo la lámpara; él empezó a gritar para que acudiesen a ver su presa; mas cuando llegaron varios soldados con luces le encontraron lleno de confusión y con un alquicel en la mano; la visión había desaparecido: nadie pudo adivinar por dónde, y Men Rodríguez, que así se llamaba el soldado que la vió, aseguraba que se había filtrado a través de los muros.
Otra noche bajaba Garci-Pérez a las cuadras, y en el mismo tramo de escalera se encontró una mujer hermosa, de ojos grandes y rasgados, de mirada penetrante, pálida y ojerosa como un espectro; subía la escalera, y no se oían sus pasos ni rozaban sus vestidos; fijó en el soldado sus desencajados ojos, y cuando él haciendo un esfuerzo sobre sí mismo procuró apoderarse de ella, desapareció, como desaparece una pompa de jabón echada al aire bajo la mano que trata de cogerla.
Desde aquel día los cantos se oían con más frecuencia; varias veces se echaban de menos provisiones de la guarnición, y en su lugar se encontraba siempre un pergamino, que decía en caracteres árabes: “pago lo que me llevo,” y dentro de él algunas doblas de oro, con sello moruno; el gobernador se desesperaba por no poder descubrir el sitio en que se ocultaba aquella mujer; la guarnición, preocupada y supersticiosa, la creía alma del otro mundo.
Para acabar de trastornarlos, coincidió el que algunas noches, después de escucharse la canción, se escandalizaba la villa, porque aparecía una terrible fantasma, la cual, según afirmaban los que la vieron, no corría; se deslizaba como una exhalación; llegaba a los muros del castillo, y se evaporaba; desaparecía, o se filtraba en el muro, como la gota de agua al caer en la tierra.
Ismael-ben-Farag, logró que su tío Nasar-Abul-Giux abdicara, contentándose con el gobierno de Guadix, y alzado con el trono de Granada, libre ya de su contrario, se volvió contra sus aliados, invadiendo los Estados castellanos: D. Gonzalo Manrique, encargado de la custodia de la villa y fortaleza de Estepona, se desesperaba al saber que una mujer habitaba en el castillo, que entraba y salía sin que se supiera por dónde, y que una fantasma viniendo de la montaña atravesaba la villa y penetraba a través de los muros, sin que nadie pudiera impedirselo; ¿cómo respondería de la seguridad del castillo, cuando había entradas desconocidas por él, y que las sabían sus enemigos?
Se oyó otra noche la canción; los gritos que resonaron en la villa, y el tropel de gente que corría anunciaba la llegada de la fantasma, y que era perseguida; la guarnición estaba alerta; los de fuera se encontraron chasqueados con la desaparición de la fantasma al llegar al muro; pero en la escalera del castillo se encontró Men Rodríguez con ella, y quiso detenerla a cuchilladas; la fantasma tiró el aparato que la encubría, y se presentó un moro que yatagan en mano se defendía valerosamente; ganó la escalera, y se internó en los salones; acudieron más soldados; el rastro de sangre que iba dejando demostraba que estaba herido; de pronto se presentó la visión, que envuelta en un alquicel blanco, se interpuso sobre el moro y los soldados; estos a su vista quedaron sorprendidos; ella, tirando, del moro, ganó una habitación vecina cerrando la puerta; aquella habitación, no tenía más salida; el gobernador mandó derribar la puerta y cuando entraron persuadidos de que iban a encontrar su presa, se encontraron con que la visión y el moro habían desaparecido; se registró por todas partes, y no se halló ni el más leve indicio de salida oculta; la ventana única tenía una formidable reja. D. Gonzalo mandó demoler aquella habitación; las paredes empezaron a venir abajo; el piso se desenlosó, y ¡nada! Al fin, en un ángulo de la pared sonó a hueco; trabajaron las piquetas, se desplomó un tabique, y descubrió una especie de nicho; ¡pero allí no había más que un esqueleto de pié! Aquellos soldados que tantas veces veían la muerte en los campos de batalla, huyeron aterrados ante aquel esqueleto, figurándose que el moro y la visión eran almas del otro mundo.
II
Eran las diez de una hermosa mañana de Febrero; esas mañanas en que el sol de invierno consuela y vivifica los miembros entumecidos por el frío; el mar estaba tranquilo, las barcas se mecían muellemente en sus olas, y los pescadores aprestaban sus redes para salir al estrecho; la guarnición del castillo de Estepona estaba formada en el puente levadizo y en la muralla real; su gobernador D. Gonzalo Manrique, salía con su escolta a recibir a un guerrero anciano que se acercaba con séquito de pajes y escuderos: aquel anciano era D. Rodrigo de Lara, noble y valiente caballero que había servido con gloria a las órdenes de D. Alfonso el Sabio, de D. Sancho IV, de D. Fernando el Emplazado, y aun guerreaba en defensa de Alfonso el XI; frisaba en los ochenta años; su rostro era venerable, su mirar franco y expresivo; su cabellera, barba y bigote blancos y relucientes como hilos de plata, al llegar a él don Gonzalo se abrazaron, y sacando de su escarcela un pergamino cerrado y sellado con las armas de Castilla y León, lo puso en manos del gobernador de Estepona; aquel pergamino decía así:
“Gonzalo: Ismael rey de Granada acaba de tomar por asalto la ciudad de Martos; en los horrores del triunfo, un pariente suyo, llamado Mohamed, salvó a una joven cristiana de los insultos de la soldadesca, enamorándose de ella; mas habiéndola visto Ismael, concibió igual pasión y la mandó conducir a su harén: irritado Mohamed ha asesinado a su rey.El hijo primogénito de Ismael ha sido proclamado en Martos rey de Granada, con el nombre de Mohamed IV. Pero como es consiguiente, reina la confusión en el reino granadino; y tratando de aprovechar esta circunstancia, reúno todas las fuerzas disponibles en Castilla, para recobrar las plazas y ciudades que Ismael me ha arrebatado; así pues, necesito a mi lado todos mis capitanes; por lo tanto, D. Rodrigo de Lara, portador del presente, que por su avanzada edad no puede soportar las fatigas de la campaña, puede defender con su valor y experiencia un pueblo y su fortaleza; le entregarás el mando de esa villa y castillo de Estepona, y vendrás a reunirte conmigo, trayendo la gente de armas que esté a tus órdenes.Cuartel general de Despeñaperros, a 14 de febrero de 1324.- Yo el Rey.”
Mucho se alegró D. Gonzalo de que le relevasen de aquel mando; mas como bueno y leal puso en conocimiento de D. Rodrigo cuanto ocurría; mas éste había sido informado en Marbella de lo que pasaba en Estepona, y daba poca importancia a lo que se llamaba cuento. Se le refirió el combate de la fantasma, que era un moro, su desaparición y el hallazgo del esqueleto: mas cuando terminaba D. Gonzalo su narración, entró muy azorado Garci-Pérez, porque paseándose por el patio fué a sacar su pañuelo de la escarcela, y se encontró en ella un pergamino que decía:
“Si no ponen esta noche en el patio del castillo, provisiones de bálsamos, hilas y alimentos para asistir al herido, mañana al amanecer pongo fuego al castillo. Espero que no daréis lugar a ello, facilitando lo que pido, y retirándose todos, para poderlo tomar sin ser visto. Por lo demás, nada tenéis que temer de nosotros; os lo juramos, por el madero sagrado en que murió Jesucristo.”
La lectura de este pergamino causó una sorpresa extraordinaria, un juramento cristiano lo concluía; el herido era un moro; la mujer que ellos habían visto era una mora; ¿sería aquel juramento una burla?
D. Rodrigo, con asombro de todos, mandó que se les proporcionara lo que pedían.
El esqueleto encontrado en el derribo de las paredes de la habitación en que había desaparecido la visión y el moro, estaba envuelto en restos de un ropón carcomido por el tiempo, y sus piés estaban en unas babuchas que aún conservaban algo de su primitivo adorno: don Gonzalo lo mandó colocar en el cuerpo de guardia, para enterrarle después: ¡mas asombro y terror de jefes y soldados, cuando fueron a darle sepultura, había desaparecido!
Aquella noche, en la misma escalera donde habían encontrado siempre a la visión, hablaban dos personas envueltas en blancos alquiceles; la una era mujer el otro un hombre; ella le mandaba salir del castillo y que se dirigiera a la sierra Bermeja, para que buscara y trajese consigo a un doctor árabe de los más entendidos para que curase al herido; que se procurara dos trajes de cristianos, y que envueltos en anchos tabardos, rondasen a las doce de la noche las inmediaciones del castillo, que su canto les avisaría cuando fuera la ocasión de que penetraran en él; que lo demás quedaba a su cuidado; el moro partió, desapareciendo por salida misteriosa, y ella desapareció en el tramo de la escalera.
D. Gonzalo se despidió del nuevo gobernador, y montó a caballo partiendo hacia Despeñaperros con algunos hombres de la guarnición, que fueron reemplazados por los que llevó D. Rodrigo; pero a los pobres Garci-Pérez y Farfan que tanto miedo tenían a las fantasmas y espectros, les tocó quedarse, lo que sintieron infinito; hubieran preferido cien batallas a estar en un sitio en que los esqueletos desaparecían.
Al día siguiente, estaban en un salón comentando los hechos y haciendo absurdas suposiciones; temblando de piés a cabeza, y temiendo al menor ruido que sentían ver aparecerse al esqueleto, cuando de pronto se abrió una pared, y se les presentó, no la visión, como ellos se habían figurado verla, sino una mujer hermosa y joven, que en la mayor desesperación les pedía socorros para un desgraciado que iba a morir!...
Empezaron a dar voces; acudió gran número de soldados, y entre ellos D. Rodrigo; éste, enterado de lo que ocurría, se dirigió a la joven, que lloraba amargamente; ella al oir su voz levantó la cabeza, y cuál sería el asombro de los circunstantes al verlos reconocerse y lanzarse el uno al otro gritando: -¡Padre del corazón! - ¡Hija querida!
III
Doña Elvira de Lara, que era la visión que tenía asustados a los soldados de la guarnición; la que cantaba por las noches al compás del salterio, y la que estaba en relaciones con los moros de la sierra Bermeja, era efectivamente hija de D. Rodrigo de Lara: del valiente veterano, del cristiano viejo, honra y prez de su linaje.
Habitando doña Elvira en su castillo en las cercanías de Jaén, había salido una tarde, acompañada de su dueña y dos escuderos, a gozar del ambiente puro y perfumado por las flores silvestres que decoraban en aquel fértil suelo de Andalucía las inmediaciones de su retiro; joven de veinte años, desconocía el amor y los pesares, y su alma cándida y pura de nadie desconfiaba ni temía; así es, que imprudentemente se alejó de su castillo cogiendo flores y persiguiendo mariposas, a pesar de las observaciones que la hacían su dueña y sus escuderos.
Harto pronto tuvo que arrepentirse de su imprudencia; una horda de moros cayó sobre ellos; hirieron y maltrataron a sus servidores y robaron a la pobre niña, que helada de espanto había caído sin conocimiento en los brazos de sus raptores.
D. Rodrigo de Lara, que había tenido la desgracia de perder todos sus hijos, unos muertos de enfermedad, otros en el estruendo de las batallas, no tenía más familia ni más afección que su hija Elvira, último vástago de sus perdidos amores; fácilmente se concibe su desesperación al tener noticia de que los moros se la habían robado; averiguó que los raptores eran súbditos del walí de Málaga; reunió su gente, y haciendo heroicidades que parecían imposibles a sus años, taló campos, quemó villas y apresó varios jefes de aquel walí; entonces entró en negociaciones con él, ofreciéndole ponerlos en libertad si le devolvían su hija; pero a los ocho días le juró el walí por Alá y por su Profeta y por su fé de caballero, que su hija no estaba en sus dominios, que sería fácil que estuviese en los del rey de Granada.
Se dirigió a Ismael, y éste, después de hacer cuantas pesquisas estuvieron a su alcance, le afirmó que a sus dominios no habían llevado a su hija, que tal vez la hubiesen conducido a Africa.
D. Rodrigo lloró perdida a su hija; muerta, mancillada en poder de los árabes; maldijo su avanzada edad, y hasta llegó a soñar con una expedición contra Africa para recuperarla. ¡Cuál sería su gozo! ¡Qué singular emoción experimentaría el corazón del noble anciano, del cariñoso padre, al encontrar su hija en la visión de Estepona!
La estrechaba contra su corazón; la besaba con delirio, y mil preguntas salían de sus labios; pero no bastaba aquella alegría para calmar la angustia y la ansiedad de Elvira; un hombre espiraba en los subterráneos secretos del castillo, y este hombre era dueño de su corazón; la vida de aquel hombre era su vida.
Comprendiendo el anciano su ansiedad; temiendo por la honra de su hija, y no explicándose aquellos misterios, dió oidos antes que todo a la caridad, y dispuso que se le prodigaran todos los auxilios que la situación del moribundo exigía: entró por la abertura del muro con Elvira, y después de pasar varias puertas, que giraban en muros y pavimentos, guiado por su hija llegó a un salón subterráneo, donde sobre unos cojines orientales, alumbrado por una lámpara, se veía a un gallardo mancebo de tez morena, de rasgados ojos grandes y negros como el azabache, aunque empañados y vidriosos; su respiración era violenta y fatigosa; aquel infeliz, herido en el pecho, estaba más cerca de la muerte que de la vida.
D. Rodrigo hizo venir doctores; puso todo su conato en salvar a aquel hombre, aunque en su mente abrigaba la idea de vengarse de él, si le salvaba, como hubiese mancillado la honra de su hija; era un moro; la hija de un cristiano viejo no podía ser la esposa de un infiel; fácil es de imaginar y difícil de describir la lucha que sostendría el corazón del anciano padre.
Felizmente, los auxilios y asistencia de doctores llegaron a tiempo; a los ocho días hubo esperanzas de salvarle, y a los quince se notaba una mejoría consoladora. Con asombro de todos pidió el agua del bautismo, y fué bautizado.
Ya más tranquila Elvira por la vida de su amado, y comprendiendo la ansiedad de su padre, en un momento en que el enfermo reposaba tranquilo le llevó a un apartado aposento, y sentándose a su lado, le habló de esta manera.
IV
-¡Mi amado padre! ¡Comprendo las dudas, los temores que atormentan su corazón, y voy a desvanecerlos, haciéndole un fiel relato de mi vida, en los seis años que hace que no tengo el consuelo de estrecharos contra mi pecho; empiezo por deciros que soy Elvira de Lara, y que puedo levantar mi frente pura y sin que la cubra el carmín de la vergüenza; que soy digna hija vuestra, digna de mi nombre y de mi raza!
El anciano llorando de gozo abrazó con efusión a su hija, y ella continuó:
-Cuando las tropas del walí de Málaga, acaudilladas por el feroz Abindarraj, invadieron el reino de Jaén, el mismo caudillo fué el que me robó y me trajo a este castillo.
No podré referiros lo que sufrí: los esfuerzos, los rendimientos, los halagos, las amenazas, las súplicas, todos los medios que empleó el tirano para vencer mi virtud: ¡yo que había jurado morir primero que mancillar vuestro nombre!
Abindarraj me sepultó en estos subterráneos, y cuando sola aquí pedía a Dios que pusiera fin a mi existencia, ví que se movía una parte del muro; se abrió una puerta secreta, y se presentó en ella Alhamar; ese herido que hemos arrancado de las garras de la muerte; yo me aterré porque sabía que era sobrino del tirano, y él con humildad y cortesía, me habló de este modo:
“Hermosa sultana: Dios sólo es grande. ¡No lloréis, que aunque no soy nazareno, soy capaz de serlo todo por evitaros ese llanto: oidme con atención, para que veáis hasta que punto podéis confiar en mí!Hay dos razones, para que yo sea vuestro escudo contra el feroz Abindarraj; la primera, ¡es una historia horrible! Sabed que yo soy hijo de Abem-Say-Hamet, hermano de ese traidor; las discordias civiles hicieron que mi padre combatiese en favor de Nasar-Abul-Giux, rey de Granada, y mi tío se decidió por Ismael-Ben-Ferag; divididos por la guerra, el amor fraternal desapareció entre ellos, y mi padre tuvo la desgracia de caer prisionero en poder de su hermano, que lo condujo a este castillo; muchos le vieron entrar, más nadie le ha visto salir; nadie sabe si ha muerto, ni dónde se halla. Así que supe que mi padre había caído en sus manos, me presenté a él, le pregunté, y me dijo por toda respuesta… Estaba escrito.
En vano he intentado que me diga más; y persuadido de que tengo que vengar en mi tío la muerte de mi padre, me propongo contrariarle en todo, y he aquí la primera razón para que me declare vuestro escudo contra su tiranía.La segunda razón, hermosa nazarena, es que el grande Alá coloca en las imaginaciones, y en el corazón la idea y el sentimiento que produce ese dulce atractivo que impele a una persona hacia otra; esa grata impresión de la primera vista a la que llamamos simpatía, por la cual desde que os he visto, no pienso más que en vos”.
Turbada al oir sus palabras quise retirarme; pero él, con ademán cortés y comedido, me detuvo diciendo:
“Sultana, no os vayáis, porque mis palabras no os ofenden; sé que el amor no puede sustentarse entre nosotros, porque nos separan nuestra ley y nuestras costumbres; por eso me contento con defenderos y ayudaros contra la violencia de mi tío, y seré el más dichoso de los hombres si algún día merezco vuestra amistad.”
Yo no supe que contestarle; él me hizo una respetuosa cortesía, y volvió a salir por dónde había entrado.
Desde aquel día, valiéndose de mil artificios, desbarataba todos los proyectos que su tío formaba sobre mí. Mas una tarde… ¡Oh que hora tan terrible ¡Yo dormía tranquila, cuando me despertó un ruido estraño; abrí los ojos sobresaltada, y vi dos hombres que, abrazados, luchaban de una manera feroz: sus manos y rostros estaban teñidos en sangre; caían, se levantaban, rugían como fieras, su respiración era fatigosa y jadeante: yo los miraba estática, y sin proferir una palabra, mi corazón latía con violencia, cuando resonó un grito, y un hombre cayó al suelo con un puñal clavado en el pecho. Aquel hombre era el feroz Abindarraj y Alhamar fué su matador.
Había querido aprovecharse de mi sueño para ejercer su violencia, y el sobrino, que velaba por mí, le salió al paso; el tirano, viendo frustrado su designio, se lanzó sobre Alhamar con puñal en mano, y en aquella terrible lucha desperté.
Abindarraj en su agonía maldijo a su sobrino, y se jactó de haber emparedado a su hermano, sirviéndole de venganza aquel alarde de inaudita ferocidad.
Aquella noche dejaron los moros el castillo a los españoles, y Alhamar, no queriendo salir de aquí sin hallar el cadáver de su padre, me ocultó en una galería secreta que él sólo conocía, y él también se escondió donde no pudieron hallarle; los secuaces de Abindarraj antes de salir del castillo, hallaron su cadáver, y después de haber jurado darle venganza, le enterraron a la usanza árabe, y salieron. Alhamar supo que los amigos de su tío querían matarnos para vengar su muerte, y aquí hemos vivido mucho tiempo, saliendo él disfrazado de fantasma a buscar medio de subsistencia, y buscando en todos los subterráneos el sitio en que estaba emparedado su padre, y el cual descubrió el anterior gobernador derribando una pared para encontrar el sitio por donde había yo desaparecido.
-Luego el esqueleto a que hemos dado sepultura…
-Era el desagraciado Aben-Say-Hamet, su hijo ha reconocido las babuchas y los restos de su túnica.
-Y en el tiempo que estuviste aquí, ¿cómo no te diste a conocer a los cristianos para evitarte esta prisión?
-Alhamar temía que entre los cristianos le olvidase, y yo debía corresponder a su celo por mi defensa; él me ama con delirio, como os lo prueba haber recibido ayer el agua del bautismo; hoy tiene una sola esperanza, y es… El temor no la dejó proseguir.
-¿Cuál? repuso D. Rodrigo con ansiedad.
-Que vos consintáis en que sea su esposa.
-¡Luego tú le amas!
-Señor él ha salvado y respetado mi honor; él ha defendido mi vida; él me ha sacrificado su religión, su patria y sus creencias; él se ha hecho dueño de mi corazón.
V
Tres meses después estalló un tumulto en la guarnición del castillo de Estepona; los soldados furiosos pedían la vida del moro que habitaba en el subterráneo. La causa era que los moros habían cercado a Estepona, y que, cogido uno por los soldados, había declarado que venían a atacar el castillo, contando con que dentro había persona que les facilitaría una entrada oculta; así es que aquellos hombres furiosos pedían con terribles voces la vida de Alhamar.
Este, ya restablecido, se les presentó en traje de guerrero cristiano, y les dijo:
-Aquí no hay moro ninguno, soy cristiano como vosotros. Y levantando una losa les mostró una bajada subterránea, continuando:
-Esta es la entrada misteriosa que sale al foso del castillo; una piedra del muro que gira por medio de un resorte que sólo yo conozco, podría dar entrada a vuestros enemigos; pero yo, en vez de abrirla, os revelo el secreto y voy a batirme con vosotros, contra los que fueron mis hermanos.
Esa gente que acampa en Sierra Bermeja fué mandada en otro tiempo por mi padre; después le emparedaron, por orden de Abindarraj mi tío. Yo vengué a mi padre, defendiendo el honor de Elvira; esa gente nos ha buscado después a elle y a mí para asesinarnos. ¡Avergonzado de pertenecer a esa raza sanguinaria y cruel, reniego de ella! He renegado de sus creencias y he abrazado la religión de Jesucristo.
D. Rodrigo y Elvira afirmaron ser verdad cuanto decían; los moros atacaron el castillo, y Alhamar se batió contra ellos haciendo prodigios de valor; los árabes huyeron derrotados y los soldados entusiasmados trajeron en triunfo al héroe.
Un mes después Alhamar, con el nombre de don Juan, se desposó con Elvira en la capilla del castillo.