Cuenta una leyenda que, unos años después de que la zona cayese en poder de las tropas castellanas, habitaba en este valle un viejo hortelano morisco que parecía estar bendecido por Alá, pues era dueño una huerta fértil que le daba unos frutos tan jugosos y sabrosos que los hacían muy apreciados por las gentes del lugar. El viejo atribuía los dones de sus frutos al agua que aquel río les regalaba a diario, con las que él regaba la huerta, razón por la cual se deshacía en alabanzas a dios.
Cierto día, el hortelano se percató de que el caudal del río había empezado a bajar cada vez más. Pensando en que la fertilidad de sus productos agrícolas dependían en extremo de aquel agua, su preocupación fue creciendo en la misma proporción que menguaba el caudal del río. Por más qué intentaba buscarle una explicación a aquel extraño fenómeno, no lograba dar con la razón que lo motivaba, y el caudal del río quedó reducido a hilo de agua apenas aprovechable.
Pero ni el viejo ni los otros hortelanos de la zona se resignaron a lo que parecía una catástrofe segura para sus campos, así que idearon unos sistemas de riego muy novedosos para la época con vistas al aprovechamiento de los recursos acuíferos de la comarca. En este acontecimiento parece tener su origen el gran conocimiento en este arte del que siempre han hecho mérito las gentes de este lugar. Pero la situación no era la misma. Los frutos, aunque sazonados, no gozaban ya de las características que los hacían únicos.
Un día muy caluroso, a la vuelta a casa tras una penosa tarea, el hortelano vio a una niña que estaba sola a las orillas del río. Temiendo por la vida de la criatura, sola en aquellos parajes, el hombre no dudó en llevársela a su casa hasta que alguien viniese a preguntar por ella. Pero el tiempo discurría y, viendo que nadie se interesaba por ella, decide dejarla con él y tratarla como a una hija.
Pasaron unos años y la niña se convirtió en una bella doncella tan dulce y atenta como alegre y trabajadora. Tenía unos preciosos ojos azules que se hacían más intensos al atardecer. Eran tan vivos y luminosos que parecían dos estrellas fugaces cruzando el firmamento en una tibia noche de verano. Algunos dicen que causaban tal fascinación a quien los miraba que al momento quedaba prendado de ella.
Gustaba a la joven pasear en las noches de luna llena por el lugar donde antes habían corrido fluidamente el caudaloso río, y, sorprendentemente, cada vez que la joven fijaba sus ojos en aquel cauce sin apenas agua, el caudal, como hechizado por su singular encanto, aumentaba de tal manera que alcanzaba las proporciones de antaño.
La fama de este portento se extendió por toda la comarca y las gentes no cesaban de alabar la extraordinaria facultad de la joven, en quien veían una respuesta del Cielo a sus constantes rezos. Y así, cuando el agua les era más necesaria para el regadío, acudían a ella a solicitarle su favor, quien gustosamente condescendía.
Una mañana, el hortelano vio lleno de angustia que la doncella no había dormido en su cama, y salió muy angustiado a buscarla. Buscó y preguntó por todas partes, pero nadie la había visto. Su desasosiego se tornó en asombro cuando comprobó que el río llevaba un poderoso caudal de agua, mayor incluso que en los años de mejores lluvias.
Cuenta la leyenda que la dulce joven no apareció jamás, pero, desde aquel preciso instante, el río permaneció con aquel generoso caudal y sus aguas mantuvieron fértil la huerta y sabrosos los frutos.
| ||||||||
No hay comentarios:
Publicar un comentario