Según esta historia, había tres niñas de una belleza excepcional. Su padre, Sebastián Al- Sipan, campesino morisco de Albuñán, había quedado viudo a consecuencia del parto múltiple de su mujer. Desde aquel doloroso momento, la rabia se había apoderado de él y no mató a las criaturas porque intervino la abuela materna de las niñas y pudo salvarlas en el último momento. La amargura anidó en la casa de Sebastián y las niñas se criaron bajo la tutela de la abuela. Sebastián , además, pasó del dolor a la frustración al no tener un varón que perpetuara su legado y como la estancia en la casa se le hizo insoportable optó por vivir en una cueva cerca del río, donde mimaba sus huertas. Al poco tiempo, se convirtió en un hombre huraño y de mal carácter al que todo el mundo evitaba.
Por aquella época hubo varios altercados entre la población morisca y los cristianos viejos y la sublevación de los moriscos de la Alpujarra llegó también a aquellas tierras lejanas, cuyos habitantes nunca fueron muy dados a doblar la cerviz ante los marqueses de Villena o Benavides, propietarios de las haciendas desde la época de los Reyes Católicos. Sebastián se unió a las partidas de monfíes que asolaban la sierras del Reino de Granada y en cada asalto que hacían en los pueblos de la comarca, rapiñaba tesoros que escondía en su cueva, lejos de la vista de sus paisanos. Mientras tanto, las niñas, ajenas a las acciones delictivas de su padre, iban creciendo al calor de la abuela, que como buena curandera y nigromante les enseñaba las cosas más fundamentales de la vida y también las ciencias ocultas de la brujería.
El tiempo pasó y la guerra contra los moriscos estaba tocando a su fin, con la consiguiente derrota para los moros, que iban perdiendo sus plazas en la Alpujarra. Tras el asesinato de Aben Humeya por la traición de su primo Aben Aboo, Sebastián llegó al pueblo herido y asqueado de la vida, queriendo reconciliarse con sus hijas, a las que les habló de sus tesoros guardados en la cueva para que dispusieran de ellos cuando fuese necesario, pero a las niñas no les interesaba el tesoro, ni su repentino amor a sabiendas de que él quiso matarlas cuando nacieron. Fingieron atenderlo de sus heridas y con una pócima ponzoñosa que le dio su abuela, el padre murió entre gritos y dolores, con el cuerpo lleno de llagas.
La guerra de las Alpujarras terminó con la consiguiente orden real de expulsión de los moriscos de todo el territorio español. En Albuñán, muy partidaria de los sublevados, la ejecución de las órdenes reales se extendió a casi toda la población, pero las tres niñas y su abuela, muy enferma ya, decidieron no marcharse del pueblo y esconderse en la cueva del padre, donde a través de un hechizo de ocultamiento sellaron la puerta y dejaron pasar el tiempo.
Los soldados recorrieron la zona buscando a los rezagados y a los que se habían ocultado y al pasar por la puerta de la cueva solo encontraron abulagas y cardos borriqueros tan espesos que detrás de ellos no se veía nada, continuando con su búsqueda por otros lugares cercanos al río. La abuela murió poco después, no sin antes haber descubierto a sus nietas todo su mágico mundo, advirtiéndolas que se mostraran siempre de noche y cuando nadie pudiera verlas. El tiempo pasó y el pueblo fue repoblado por gentes del centro y norte de la península. Las niñas se convirtieron en unas hermosas muchachas y se criaron como flores silvestres de la sierra, dejando de envejecer sus cuerpos después de las diecinueve primaveras. ¡Bien sabía la abuela cómo cuidar de sus nietas!
Los años se fueron sucediendo y la leyenda del tesoro del morisco Sebastián cobró fuerza. Muchos del pueblo lo buscaron y los más osados se adentraron en los paños oscuros de la noche buscando la fortuna de Al-Sipan. Cierta noche de luna llena un viejo y harapiento tesorero con puñal moruno al cinto y pala de los tercios de Flandes al hombro, se encontraba junto al río removiendo la tierra de las huertas que antaño habían dado de comer a sus legítimos dueños, cuando de pronto divisó entre los juncos a una bella muchacha de pelo negro que se cuidaba el pelo con un precioso peine de oro. La avaricia brilló en sus ojos a la luz de la luna y de un tirón le arrebató el peine a la joven.
-¿Donde lo has encontrado? Preguntó.
La joven lo miró con temor y le señaló en silencio la ubicación de la cueva, situada a una legua de allí. Y para el lugar se dirigió aquel hombre, no sin antes asestarle varias puñaladas a la muchacha, que quedó tendida muerta en la hierba de la ribera.
Ya en la puerta de la cueva, sus ojos no podían creer que la muchacha volviera a estar de pie frente a él como si nada. Sus manos temblorosas volvieron a coger la pala y de un golpe seco le cortó la cabeza, adentrándose en la cueva. Instantes después su corazón reventó de pánico ante la impresión de ver a la misma muchacha junto a un cofre lleno de joyas y monedas de oro. El asesino no pudo adivinar que eran tres hermanas y además trillizas.
Cuando la ultima hermana supo lo que había hecho el despiadado asesino, sus gritos se oyeron en toda la Hoya de Guadix , jurando venganza eterna contra todo mortal que se atreviera a entrar de noche en sus dominios buscando el maldito tesoro que dejó en herencia Sebastián. Un tesoro que allí sigue hasta que algún atrevido lector se atreva a buscarlo de noche y con luna llena.
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