Los musulmanes granadinos organizaron una importante línea defensiva, con varias fortalezas entre las que podemos destacar los castillos de Moclín, Iznalloz, Montejícar, Píñar y Guadix enlazados entre sí por numerosas torres vigías.
Torre Cardela se localiza en el norte de la provincia de Granada, dentro de la comarca de los Montes Orientales. Con una altitud de 1.218 metros, fue un paso natural utilizado por los romanos, ya que la vía comunicaba Aurgi (Jaén) y Cástulo (Linares) con Acci ( Guadix) y Urci (Huércal de Almería). Los árabes lo hicieron llamar Hisn Cardaira, “Castillo de Cardaira” y jugó un importante rol en la época por ser frontera entre Granada y Jaén, sufriendo el hostigamiento cristiano desde épocas tempranas. Conquistada en 1412 por el marqués de Cádiz, poco después fue vuelta a tomar por los nazaríes. Posteriormente pasó a ser Señorío de los Girones al ser reconquistada por los Reyes Católicos.
La visita a este pueblo la hice con la complicidad de dos de sus vecinos, Antonio Sastre y Juan Ferrer, quienes me descubrieron un lugar cargado de historia y con apasionantes episodios. Es bien sabido que, frente al territorio de la Corona de Castilla, los musulmanes granadinos organizaron una importante línea defensiva, con varias fortalezas entre las que podemos destacar los castillos de Moclín, Iznalloz, Montejícar, Píñar y Guadix enlazados entre sí por numerosas torres vigías o atalayas, de cuyo conjunto formaría parte la construcción originaria del hoy maltrecho y casi derruido Torreón de Torre Cardela, del que cuenta la leyenda que…
La razia que esa mañana estaba sufriendo la torre vigía de Cardaira por parte de las tropas del Condestable de Castilla, Don Miguel Lucas de Iranzo, era tremenda. La pequeña guarnición nazarita aguantaba como podía el ataque de los castellanos, quienes tras saquear los pueblos de los alrededores y llevarse de regreso a Jaén esclavos y animales, idearon arrasar la pequeña fortificación.
-¡Que no quede piedra sobre piedra de ese baluarte enemigo! Gritaba el Condestable. ¡Esa torre debe de caer con toda su guarnición!
Los venablos de las ballestas y arcos surcaban el cielo buscando los cuerpos de los sarracenos, pero estos no se acobardaban y después de dar aviso a los castillos limítrofes para que corrieran en su ayuda, se hicieron fuertes en la torre esperando la llegada de los refuerzos.
En medio de aquella batalla, Usama se situó entre la saetera buscando el ángulo mejor para disparar su ballesta. Los recuerdos se le agolpaban mientras cargaba con un venablo el arma. Su hijo Hafis había sido trasladado unos meses antes al castillo de Montejícar como ballestero al servicio de la guardia personal del alcaide de la fortaleza, al ser uno de los mejores y con más puntería de los hombres encargados de defender aquella tierra de nadie. Único hijo, no tuvo más remedio que seguir la carrera de las armas al vivir en el límite del Reino, donde las escaramuzas eran cotidianas. Los hombres y mujeres de esos pueblos no solo tenían que saber de azadas y amocafres, sino también de espadas, lanzas y ballestas.
Usama buscó la espalda cubierta de uno de los jinetes, donde la malla metálica dejaba ver un hueco por debajo del brazo e hizo un disparo con tal precisión que el venablo entró por la axila y atravesó el corazón del guerrero en un tiro impecable. Pero a pesar de las bajas que estaban sufriendo los castellanos, estos arremetían con más saña y si no llegaba pronto ayuda para socorrerles las cosas se les iban a poner muy feas.
Usama recordó que siendo solo un niño su hijo Hafis tenía ya un don especial en el manejo de la ballesta y que un día, cuando lo entrenaba en pleno olivar, vieron una bandada de zorzales que como flechas cruzaban el campo. La mirada de Hafis a su padre lo dijo todo. Quería probar su puntería con los pájaros.
Usama miró sonriente a su hijo, que cargó con rapidez la ballesta y apuntó hacia donde estos pájaros hacen vuelo rasante entre los olivos. Sostuvo la respiración unos segundos y descargó la ballesta, alcanzando su objetivo. En ese momento Usama supo que su hijo sería uno de los mejores en el arte de la ballesta.
Mientras tanto, el Condestable no podía creer que una simple torre le opusiese tanta resistencia. De inmediato, un grupo de soldados cogió el ariete y con otros sujetando los escudos por encima de sus cabezas para evitar que los de arriba los acribillaran, empezaron a lanzar el madero contra la puerta de la torre.
Usama escuchó el ruido de las maderas al resquebrajarse y supo que era el fin, pero no cogerían su preciosa ballesta de marfil y bronce, así que buscó en el muro de la torre el hueco que estaba disimulado por una escalera de madera y que él solo conocía e introdujo allí su arma. Así nadie daría con ella.
Espada en mano se dejó caer como sus compañeros hacia la puerta, pero a él nunca se le dio bien la espada y en el primer envite cayó de rodillas con un tremendo corte en el cuello.
Cuando las tropas nazaríes del castillo de Montejícar llegaron a la zona, el Condestable de Castilla había huido con todo su botín a su refugio en Jaén.
El joven Hafis confiaba que su padre hubiera salvado la vida, pero cuando vio la masacre, su esperanza de encontrarlo vivo se desvaneció.
Los ritos mortuorios se hicieron con rapidez y con la misma diligencia comenzaron las obras para volver a poner en valor Torre Cardaria, una fortaleza esencial para la defensa de la frontera. Y en ello se encontraba Hafis cuando, junto a otro compañero, mientras intentaban quitar los restos de una escalera de madera que había sido incendiada, vieron el hueco camuflado en la piedra. A Hafis le pareció ver algo dentro y tras meter la mano en el hueco encontró la ballesta con las incrustaciones de marfil y bronce en la cureña (cuerpo de la ballesta) que desde pequeño había admirado en el arma de su padre y que relucían más que nunca. Cogió la ballesta como el que coge a un bebé y con la tranquilidad de quien conoce todos los secretos del instrumento, la armó. Tiró del disparador o nuez, tensó al máximo el arco, colocó uno de sus venablos y disparó al cielo, mostrando así su respeto al arma de su padre. Pero lo más intrigante fue cuando Hafis y su compañero, al bajar, observaron como el venablo que minutos antes había lanzado al aire sin rumbo definido, se clavó entre sus pies con tal fuerza que algunas piedras saltaron tras el impacto. Hafis entendió que aquello era una señal de su padre.
Meses más tarde cuando el Condestable de Castilla, Don Miguel Lucas de Iranzo, se encontraba rezando en la Iglesia Mayor de Santa María de Jaén junto a su mujer, un venablo disparado desde mucha distancia atravesaba su cuerpo, hiriéndole de muerte.
Dicen las malas lenguas que fue una conspiración de la nobleza castellana y que las cabezas pensantes del asesinato fueron el marqués de Villena y su hermano Pedro Girón, maestre de la orden militar de Calatrava. Otros culparon a los judíos, pero lo cierto es que nadie supo a ciencia cierta quien fue el asesino del Condestable. O eso al menos hicieron creer al rey Enrique IV.
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