Las
lagunas de Cañada del Hoyo no son unas lagunas cualquiera. Para empezar, no son
ni siquiera lagunas, sino torcas, depresiones circulares a modo de cráteres,
con los bordes sumamente escarpados, originadas por los caprichos de la erosión
en la roca caliza. Pero, a diferencia de otras torcas que pueden verse en la
serranía conquense, éstas se han anegado al alcanzar en profundidad el manto
freático. Y, para más singularidad, está el color de sus aguas, que son de
todos los verdes imaginables –verde botella, esmeralda, cardenillo…–, incluso
cambiantes, un fenómeno que se explica por la precipitación del carbonato
cálcico en cierta época del año, la más calurosa, pero que al común de los
mortales, sobre todo a los de letras, se nos antoja tan misterioso como la
licuación de la sangre de san Pantaleón.
Cuatro
de las siete lagunas caen dentro de una finca privada, Siete Leguas, que sólo se puede visitar los
fines de semana, y no sin pasar antes por taquilla, pero las otras tres –en
realidad, las más grandes y espectaculares– son de acceso libre. Impresiona, la
que más, la Gitana, un redondel perfecto de 132 metros de diámetro, con orillas
escalonadas como un anfiteatro y aguas profundas (25 metros) e hipnotizadoras.
Aguas que, según la leyenda, adquirieron un extraño verdor, más blanquecino de
lo habitual, el día que una Julieta gitana se arrojó a ellas para matar la llama
de su amor, contrariado por rivalidades familiares; un prodigio que volvería a
repetirse todos los años por las mismas calendas, a principios de agosto. Lo
cual ocurre, como hemos dicho antes, en la realidad.
Se
puede dar una vuelta a pie por las lagunas, de cuatro kilómetros en total y un
par de horas de duración, siguiendo la detalladas instrucciones que se ofrecen,
acompañadas de un plano y de consejos prácticos.
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