Aquel
día fue negro y horrible. Abul, el Rey árabe de Toledo, el desventurado hijo de
Almamún, que veía ceñirse sobre su reino el espíritu de la maldición, había
lanzado en el Zoco las fatídicas palabras ante sus humildes súbditos que le
escuchaban horrorizados.
¡Traición!
¡Traición! era la palabra que corría de boca en boca, llenando de terror al
pueblo. Tras el recinto amurallado que encerraba a la ciudad amada, se cobijaba
un malvado que traicionaba a su Patria; es más, ese malvado no podía menos que
ser un notable de la Corte que viviera junto al Rey. Allí, al lado del trono,
donde todo era corazones magnánimos y nobles; allí donde se descifraban los
designios de la patria y los inquebrantables secretos del Rey, se albergaba un
traidor. Y ese traidor presenciaba los planes de batalla, escuchaba las órdenes
de defensa y como un espíritu invisible volaba al campo enemigo para
comunicárselo al Rey Cristiano, al tenaz Alfonso VI, que seguía el cerco de la
ciudad anhelando un triunfo para su historia, un diamante más para su corona y
un nuevo templo de su venerada fe.
Y
por eso cuando cerró la noche, el Rey sentado en una grande y lujosa cámara del
Alcázar, y rodeado de su Corte que aterrada escuchaba sus palabras:
¡El
traidor existe! -clamaba el Rey. Tres días há que el cristiano nos sorprende.
Apenas el Sol mueve, llegan los cristianos al pie de las murallas, y siempre
precisamente por donde horas antes ordené más débil vigilancia. Aprisionan a
nuestros espías y más de una vez han descubierto las entradas secretas de los
muros. Y ¡cruel es confesarlo! ese traidor vive junto a mí.
Quizá
ahora me esté oyendo y quizá antes me haya aconsejado la perdición de mi reino.
¡Hijo del mal, sal de tu secreto, que Dios y mi justicia te lo manda!
Y
diciendo esto, levantó al aire su corvo alfanje, mientras su cuerpo se revolvía
y sus ojos centelleaban de ira.
Azrael,
la gentil esclava del sultán, la de talle gentil como la palmera del oasis, la
de mirada ardiente como las arenas del desierto, lloraba en silencio, y esa
acción hija de su inocencia, la llevó a la perdición entera.
Yhagur,
el confidente del Rey, sonrió burlonamente, elevó la vista al cielo y tendiendo
su potente brazo a la sierva de Abul exclamó: ¡Señor, la justicia de Dios me ha
iluminado! ¡He aquí la culpable!
Un
rugido de terror resonó en la estancia. Azrael, por orden del Rey, fué sacada
arrastrada de la cámara por los demás esclavos, sin sentido, con toda la
expresión de su inocencia reflejada en su rostro bello de morisca. Fue
conducida a un calabozo del alcázar y allí sus crueles verdugos la dejaron
tendida esperando la aurora para ser degollada ante el pueblo para escarmiento
de los malos hijos de su patria.
Mañana
brillará la justicia de mi mano, dijo el Rey, y a sus palabras, que retumbaron
como un trueno en la ancha bóveda, siguió un silencio sepulcral. Abul notó que
su confidente había desaparecido de su lado, mas embargado con su pena, nada
pensó. Por los entreabiertos miradores penetraban las brisas nocturnas y los
murmullos del Tajo. Allá, a lo lejos, resaltando sobre los negros tintes del
crepúsculo de la noche estrellada, se extendía una inmensa mancha rojiza. Era la
vega que ardía incendiada por el ejército cristiano. Y en tanto, Yhagur, el
gigante árabe, confidente del Rey, escalaba las murallas y lanzaba al campo un
pedazo de pergamino que recogió un soldado cristiano que pasara la noche en
vela esperando la misiva del traidor.
Alboreaba
un día feliz para Toledo. La noticia de que el traidor supuesto, encarnado en
la sierva del Rey, iba a ser ajusticiado, cundió por la ciudad muy deprisa.
La
gente se congregaba en el Zoco Dover, junto a un tablado cubierto
de paños, donde se levantaba un poste.
Cuando
la animación era más grande, apareció por la Cuesta del Alcázar una carreta que
apenas podía abrirse paso entre la ola de blancos albornoces y negros capuces.
En ella, fuertemente ligadas sus carnes débiles y sus manos inocentes, iba
Azrael, la bella esclava de Abul, camino del patíbulo. Llegó el cortejo al pie
del tablado, el verdugo hizo subir a la inocente, y cuando el griterío de la
ola salvaje era más ensordecedor, la cabeza de la sierva rodó por el tablado,
manchando con su sangre de carmín el suelo y arrancando un rugido de espanto
del confidente del Rey que veía el cuadro desde las torres del Alcázar.
Y
aquella misma noche, cuando el viento rugiendo una melodía de muerte y la
lluvia siseando besaba la ciudad, colgaban los verdugos en las almenas del
Alcázar la cabeza de aquella esclava del Rey, de la bella Azrael, la de talle
gentil como la palmera del oasis, la de mirada ardiente como las arenas del
desierto.
Y
en tanto un hombre, desde lo alto de las peñas, se precipitaba al Tajo, que
recibió su cuerpo con un sordo rumor para hundirle por siempre en su verdoso
seno.
Muchos
años han transcurrido desde este suceso, más aún nos cuenta la leyenda que no
hay noche que deje de percibirse en el Tajo una sombra que, gritando ¡traidor!,
se lanza al espacio para hundirse en la corriente tenebrosa del río, que
rugiendo de orgullo, lame los cimientos de la ciudad de los árabes.
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