lunes, 4 de diciembre de 2017

La Sierva (Toledo)

Aquel día fue negro y horrible. Abul, el Rey árabe de Toledo, el desventurado hijo de Almamún, que veía ceñirse sobre su reino el espíritu de la maldición, había lanzado en el Zoco las fatídicas palabras ante sus humildes súbditos que le escuchaban horrorizados.
¡Traición! ¡Traición! era la palabra que corría de boca en boca, llenando de terror al pueblo. Tras el recinto amurallado que encerraba a la ciudad amada, se cobijaba un malvado que traicionaba a su Patria; es más, ese malvado no podía menos que ser un notable de la Corte que viviera junto al Rey. Allí, al lado del trono, donde todo era corazones magnánimos y nobles; allí donde se descifraban los designios de la patria y los inquebrantables secretos del Rey, se albergaba un traidor. Y ese traidor presenciaba los planes de batalla, escuchaba las órdenes de defensa y como un espíritu invisible volaba al campo enemigo para comunicárselo al Rey Cristiano, al tenaz Alfonso VI, que seguía el cerco de la ciudad anhelando un triunfo para su historia, un diamante más para su corona y un nuevo templo de su venerada fe.
Y por eso cuando cerró la noche, el Rey sentado en una grande y lujosa cámara del Alcázar, y rodeado de su Corte que aterrada escuchaba sus palabras:
¡El traidor existe! -clamaba el Rey. Tres días há que el cristiano nos sorprende. Apenas el Sol mueve, llegan los cristianos al pie de las murallas, y siempre precisamente por donde horas antes ordené más débil vigilancia. Aprisionan a nuestros espías y más de una vez han descubierto las entradas secretas de los muros. Y ¡cruel es confesarlo! ese traidor vive junto a mí.
Quizá ahora me esté oyendo y quizá antes me haya aconsejado la perdición de mi reino. ¡Hijo del mal, sal de tu secreto, que Dios y mi justicia te lo manda!
Y diciendo esto, levantó al aire su corvo alfanje, mientras su cuerpo se revolvía y sus ojos centelleaban de ira.
Azrael, la gentil esclava del sultán, la de talle gentil como la palmera del oasis, la de mirada ardiente como las arenas del desierto, lloraba en silencio, y esa acción hija de su inocencia, la llevó a la perdición entera.
Yhagur, el confidente del Rey, sonrió burlonamente, elevó la vista al cielo y tendiendo su potente brazo a la sierva de Abul exclamó: ¡Señor, la justicia de Dios me ha iluminado! ¡He aquí la culpable!
Un rugido de terror resonó en la estancia. Azrael, por orden del Rey, fué sacada arrastrada de la cámara por los demás esclavos, sin sentido, con toda la expresión de su inocencia reflejada en su rostro bello de morisca. Fue conducida a un calabozo del alcázar y allí sus crueles verdugos la dejaron tendida esperando la aurora para ser degollada ante el pueblo para escarmiento de los malos hijos de su patria.
Mañana brillará la justicia de mi mano, dijo el Rey, y a sus palabras, que retumbaron como un trueno en la ancha bóveda, siguió un silencio sepulcral. Abul notó que su confidente había desaparecido de su lado, mas embargado con su pena, nada pensó. Por los entreabiertos miradores penetraban las brisas nocturnas y los murmullos del Tajo. Allá, a lo lejos, resaltando sobre los negros tintes del crepúsculo de la noche estrellada, se extendía una inmensa mancha rojiza. Era la vega que ardía incendiada por el ejército cristiano. Y en tanto, Yhagur, el gigante árabe, confidente del Rey, escalaba las murallas y lanzaba al campo un pedazo de pergamino que recogió un soldado cristiano que pasara la noche en vela esperando la misiva del traidor.
Alboreaba un día feliz para Toledo. La noticia de que el traidor supuesto, encarnado en la sierva del Rey, iba a ser ajusticiado, cundió por la ciudad muy deprisa.
La gente se congregaba en el Zoco Dover, junto a un tablado cubierto de paños, donde se levantaba un poste.
Cuando la animación era más grande, apareció por la Cuesta del Alcázar una carreta que apenas podía abrirse paso entre la ola de blancos albornoces y negros capuces. En ella, fuertemente ligadas sus carnes débiles y sus manos inocentes, iba Azrael, la bella esclava de Abul, camino del patíbulo. Llegó el cortejo al pie del tablado, el verdugo hizo subir a la inocente, y cuando el griterío de la ola salvaje era más ensordecedor, la cabeza de la sierva rodó por el tablado, manchando con su sangre de carmín el suelo y arrancando un rugido de espanto del confidente del Rey que veía el cuadro desde las torres del Alcázar.
Y aquella misma noche, cuando el viento rugiendo una melodía de muerte y la lluvia siseando besaba la ciudad, colgaban los verdugos en las almenas del Alcázar la cabeza de aquella esclava del Rey, de la bella Azrael, la de talle gentil como la palmera del oasis, la de mirada ardiente como las arenas del desierto.
Y en tanto un hombre, desde lo alto de las peñas, se precipitaba al Tajo, que recibió su cuerpo con un sordo rumor para hundirle por siempre en su verdoso seno.
Muchos años han transcurrido desde este suceso, más aún nos cuenta la leyenda que no hay noche que deje de percibirse en el Tajo una sombra que, gritando ¡traidor!, se lanza al espacio para hundirse en la corriente tenebrosa del río, que rugiendo de orgullo, lame los cimientos de la ciudad de los árabes.


Alcázar de Toledo

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