Federico no durmió mucho esa noche, bueno ni esa ni las anteriores ya que su preocupación por la economía familiar estaba en un punto crítico. Desde que se instaló la fábrica de hielo en Granada la profesión de Nevero estaba condenada a desaparecer. Eran muchos los recuerdos que tenía de su padre y abuelo, ellos como muchas otras familias de Huetor Vega se dedicaban al honroso trabajo de Nevero que durante siglos había abastecido la ciudad de Granada durante los cálidos veranos con el frío elemento blanco de Sierra Nevada. Los hombres neveros como le llamaban en Granada buscaban en las altas cumbres de esa imponente sierra, los ventisqueros y umbrías donde las nieves perpetuas se mantenían durante todo el año. Eran otros tiempos donde las reatas de mulos ascendían de madrugada por un camino que partía desde Huetor Vega hacia la sierra y que a través de los años se fue horadando en la tierra, en corazón y en el alma de las bestias, un camino que se llamó el de los Neveros.
Pero todo esto iba a desaparecer en poco tiempo. El progreso y el avance de la técnica imparable iba a condenar a una de las tradiciones más antiguas del pueblo.
En ello iba pensando Federico mientras aparejaba el mulo para subir un nuevo día a las cumbres de Sierra Nevada. Su mujer Alicia había preparado la capacha para aguantar la dura jornada que le esperaba, un poco de tocino, una tortilla de collejas y una fritada de morcilla de lustre con tomate, el buen pan de Huetor Vega y una cuartilla de vino mosto de la finca de su cuñado.
— ¿Y el niño todavía duerme?
— Si son las cuatro de la mañana Federico y hasta las seis no se prepara para bajar al seminario.
— Todo sea para que no siga los pasos de su padre.
Ella iba a contestar pero Federico le cogió la cara con cariño, le beso en los labios y le dijo.
— Ya sé, ya sé, pero no sé si podré costear los estudios de Miguel, cada día me cuesta más vender la mercancía y cada vez dan menos cuartos por la nieve que traigo de la sierra.
— Lo sé Federico y también sé lo que estás pasando para mantener la casa, pero no te preocupes, yo iré a servir a Granada y un poco de aquí otro poco de allá Dios nos ayudará.
Federico la miró con dulzuras dándole un abrazo se subió al mulo entre los serones de esparto preparados especialmente para la nieve que junto con las mantas, pico y pala era todo el material que necesitaba para acarrear la nieve.
— Ten cuidado Federico ya sabes cómo es la sierra.
El la miro y dibujo una sonrisa a modo de despedida. Ella se quedó mirándolo mientras se adentraba en la negrura de la noche y unas lágrimas asomaron por sus ojos verdes aceituna.
El paso cadencioso del mulo que en su corto entendimiento tenía grabada la ruta a seguir de tantas veces como había subido, hacia que Federico se relajara y fuera pensando en buscar otra alternativa para trabajar, pero difícil lo tenía pues ni tierra ni fortuna le dejó su padre, solo el mulo, las herramientas y los lugares de la sierra donde se cogía la mejor nieve. Esa era toda su herencia. Al pasar por el cortijo del Purche miro las vides y olivos que estaban plantados al filo del camino y suspiro ¡Ay! si yo tuviera una de estas hazas, otro gallo cantaría…
Al llegar el alba descanso en la fuente de los neveros en la parte alta del Dornajo, donde siempre se encontraba con algún compañero de oficio, pero esta vez solo encontró el agua cristalina y la soledad de un tiempo diferente.
Continuo por el camino por las Sabinas hasta llegar al medio día al ventisquero de Cauchiles uno de los lugares secretos que su padre y antes su abuelo conocía. Era un recodo en la negra roca que mantenía la nieve limpia y brillante durante los meses de verano. Pero cuál fue su decepción que al llegar al lugar solo encontró la fría roca negra sin rastro de nieve.
Maldita sea mi suerte ahora tendré que subir más.......
—Parece que este verano está apretando el calor. Hablo con voz poderosa un viejo arriero detrás de él.
El susto de Federico fue grande pues no esperaba que estuviera nadie ahí y al volverse para ver a su interlocutor descubrió a un viejo Nevero con su borrico y serones a ambos lados con una vestimenta del siglo pasado.
— Buenas tardes....compañero. Contestó el viejo.—¿No le habré asustado, verdad?
— No..... Es que no esperaba en estas alturas a nadie.
—Y qué esperabas ¿un pescador buscando sardinas? Aquí, compañero vienen solo los Neveros...y yo como tu vengo a buscar nieve para mis cerones.
— Pues tanto y tú como yo nos vamos a quedar con las ganas de encontrar nieve.
— Sabrías de otro lugar donde pudiéramos cargar las bestias?
Federico sabia de uno que era el último recurso en caso de extrema necesidad, pero el peligro de descubridlo al extraño y compartirlo con él no le hacía ninguna gracia.
— Bueno sabes o no de otro lugar. Aquí parados no vamos a ganar el jornal. Le espeto el viejo al ver que dudaba.
Para uno que queda de mi profesión le voy a abandonar a su suerte? Se dijo Federico. Voy a compartir con él lo poco que me queda y que Dios nos ayude a los dos.
—Compañero como has dicho que te llamas? Preguntó Federico. Pues no era ninguno de los habituales neveros que él conocía.
— Me llamo Ramón "el huesos". Por la poca chicha que tengo. ¿Y tú?
— Yo Federico "el Tordo" por la mula.
— O por lo cabezón que eres....ja ja ja
¡Vaya.... hombre! un viejo gracioso. Pensó Federico.
— No te cabrees… es una broma entre compañeros de fatigas. ¿Nos ponemos en marcha?
La subida hasta el Veleta fue más llevadera pues la conversación con el huesos fue muy amena y hablaron de todo, de su hijo, de sus aspiraciones al tener un terreno y sobre todo de lo mal que estaba la profesión.
— No te preocupes Federico, ya verás cómo cambia tu suerte, eres buena persona y a la gente buena siempre tienen un ángel que lo protege.
— Pues el mío tiene que estar de vacaciones. Río Federico.
Y entre bromas llegaron al lugar del ventisquero. Allí la nieve era virgen, limpia y brillaba como el propio sol.
— ¿Que sitio prefieres Huesos? Preguntó Federico.
— Cualquiera es bueno esta nieve es de primera, no como otras que siempre están manchadas de barro o sucias por los animales.
Y los dos se pusieron a cargar la nieve en sus respectivos serones. Ya bien entrada la tarde habían cargado las bestias pero tendrían que esperar a la noche para bajar a Granada para que no se derritiera la nieve.
Federico sacó su capacho y corto la hogaza de pan para comenzar a comer cuando se fijo que el viejo se sentaba en una piedra negruzca y se liaba un cigarrillo encendiendolo con un mechero de yesca.
— Huesos ¿no traes capacha?—Preguntó Federico.
— Yo voy ligero de viandas por eso me llaman el huesos.
— Ya pero después del trabajo hay que reponer fuerzas, y veo que no has traído alimento alguno. Anda coge un poco de pan y morcilla de la mía.
El viejo no se lo pensó dos veces y con una navaja de muelles rebanó un trozo de pan y pincho un trozo de morcilla de Lustre.
— Eres bueno Federico te agradezco que compartas conmigo el almuerzo.
— Ramón, ¿que nos queda ya si entre nosotros no nos ayudamos?, esto se acaba Huesos y nosotros con él, posiblemente este sea mi último viaje de Nevero.
Huesos lo miro y con una sonrisa murmuró por lo bajo— Posiblemente…. posiblemente.
Una vez terminado el fugaz almuerzo Federico dio una pequeña cabezada antes de comenzar el descenso. Al poco despertó sobresaltado y comprobó que estaba solo, el viejo y su borrico habían desaparecido. Enseguida pensó que el viejo le había robado sus herramientas y el mulo…. pero no todo estaba en su lugar, dio unas cuantas voces por si se había despistado por las rocas pero no halló respuesta
Pensó que se había marchado, pero era extraño que no se despidiera…bueno así son las gentes de la sierra
Ya era de noche y tendría que empezar la bajada para que la nieve no se derritiera con el sol, así que protegió los capazos con paja para que hicieran de aislante y los cubrió con una tabla “El Barbero” y los cubrió con las mantas dispuestas para ese fin e inició el camino de bajada.
Los senderos en la noche eran muy peligrosos, sus desfiladeros y barrancos de largos precipicios eran una permanente a lo largo del camino, Federico tenía toda su atención en que el mulo no diera un traspié y fuera dar con sus huesos y carga al fondo de algunos de aquellos precipicios y que posiblemente lo arrastraran también a él. Así poco a poco fue llegando al pueblo casi al alba y como era costumbre en él, pasó por su casa antes de seguir para Granada a saludar a su mujer y decirle que todo había ido bien.
La puerta estaba abierta y Alicia en la cocina preparando un café de cebada como a Federico le gustaba, muy caliente y con un poco de miel.
— Hola esposa, ya estoy de vuelta.
La mujer lo miró y le dio un beso de bienvenida. — Siéntate que ya te tengo preparado el café ¿cómo ha ido el día?
— De lo más extraño pero ya te contaré cuando regrese, me tomo el café y me voy, antes de que el sol apriete.
Cuando los dos salieron a la calle vieron que los serones estaban echando gran cantidad de agua por los pezones y que la nieve se estaba derritiendo de una forma poco habitual.
Mientras Federico maldecía, quitaba la tabla de madera y las mantas que cubrían la nieve para ver lo que estaba sucediendo y cuál fue su sorpresa que ante sus ojos la nieve se derretía como si tuviera un horno delante de ella. Federico no se lo podía creer, era algo inusual que estaba pasando, pues la temperatura de la calle se mantenía fresca a esas horas de la madrugada. Miró a su mujer y sin decir nada se dejó caer al suelo meneando la cabeza de un lado a otro.
La mujer que hasta entonces se había quedado detrás de él se acercó a los cerones y miro en el interior, dando un grito y después otro y uno más y saltos y más saltos. Federico la miró extrañado tratando de calmarla.
— Pero qué te pasa mujer ya saldremos de esta…estate tranquila y no pierdas los nervios…bastante tenemos ya.
— Pero… ¿pero Federico has mirado dentro del serón?...mira…mira Federico.— Lo cogió del brazo y lo llevó hacia el mulo.
Cuando Federico miró en el interior del serón se tuvo que limpiar los ojos porque creía que lo que estaba viendo eran imaginaciones suyas. Allí había un collar de oro y diamantes y un brazalete compañero también de oro de un valor incalculable.
No podía creer lo que estaba sucediendo ¿cómo era posible que esas joyas estuvieran ahí, enterradas en la nieve.
— Seguro que lo cogerías sin darte cuenta junto con la nieve. — Le comento su mujer.
— No puede ser de otra manera. Estaría entre la nieve y con la pala lo echaría al serón.
— ¿Y ahora que vamos hacer? Federico.
— Pues venderlas, en la Alcaicería conozco a un buen amigo que me ayudará a conseguir dinero.
Ese mismo día se presentó en Granada junto con su mujer en el número tres de la Alcaicería donde Antonio el joyero vio las alhajas encontradas y después de valorarlas le dio a Federico una importante fortuna, pues las joyas eran de la época de los moros que seguramente las escondieron en aquel lugar, alguna persona importante de la nobleza nazarí después de la reconquista de Granada.
Lo cierto es que desde ese día todo cambió para Federico y su familia, compró las tierras que deseaba y se dedicó al cultivo de vid y olivos haciendo de sus productos los de mayor calidad del terreno y el mosto de Huetor el mejor.
Un día le pregunto al más viejo nevero de Huetor si conocía a un tal Ramón “El Huesos”, también nevero a lo que el viejo después de hacer memoria le contestó que un día su padre cuando él era pequeño, le contó que hubo un accidente en la sierra y que un tal Ramón el Huesos cayó junto a su burro por uno de aquellos espantosos precipicios, matándose en el acto siendo cubierto por la nieve en su caída y nunca recuperaron el cuerpo ni se supo nada más.
Federico le dio las gracias al viejo se fue paseando por el camino de los Neveros y dibujando una sonrisa en sus labios salió una leve frase “Gracias huesos, gracias… compañero nevero”.
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