El
monótono sonido de un reloj de pared inunda la habitación. Apenas entran unos
pocos rayos de sol a través de la celosía de la ventana. Sobre la mesa, los
restos de la cena de anoche, un quinqué cuya llama está a punto de extinguirse
y un puro a medio fumar.
Al
sonido del reloj se le unen unos pasos soñolientos, amortiguados por la espesa
alfombra que cubre el pasillo que da a la cocina. Ataviado con una bata y un
gorro de dormir, el doctor Velasco mira con el ceño fruncido la estancia, como
si tratase de recordar cual debe ser su siguiente paso. Sus profundos ojos
claros carecen de brillo, mirando pero no viendo. Lánguidos, apuntan hacía una
habitación, con la puerta cerrada, al final del pasillo. Un mohín de turbación,
dolor y angustia los nubla apenas un segundo, como una sombra o un fantasma. Su
boca se tuerce en una extraña sonrisa, contradiciendo a sus ojos, que no son
capaces de mentir. Esa puerta, maciza y negra, le ha hecho volver a la realidad
y rápidamente, como si el tiempo se le escapase de los dedos, prepara un
copioso desayuno.
Mientras
lo prepara, el doctor parece feliz, hasta tararea una canción, pero hay algo en
sus movimientos, una fiebre, una alegría retorcida, que hace que todos sus
movimientos sean perturbadores.
-¡Ya
voy querida, no te impacientes! ¡Hay que empezar bien el día!
Con
la bandeja rebosante de alimentos, el doctor avanza por el pasillo hasta llegar
a la puerta maciza y negra.
-¿Estás
lista? ¿Puedo pasar?
Silencio.
-Está
bien, entro.
Sobre
la cama, apenas visible, pues la entornada ventana solo deja pasar unos tímidos
rayos de luz, una muchacha con un velo de novia está recostada sobre unos
cojines apoyados en el cabecero. Todo su cuerpo parece sacado de una pesadilla.
El doctor descorre las cortinas, dejando que la penetrante luz de la mañana
bañe la habitación. Cubre su rostro con las manos para protegerse de la
claridad.
-Estabas
aquí en tinieblas Conchita, ¡con el buen día que hace!
A
Conchita poco parece importarle las preocupaciones de su padre. Es más, no
parece preocuparle nada en absoluto. Sus ojos son un pozo negro, donde nada
puede entrar ni salir. Miran a punto fijo que solo ella parece conocer.
-¿Tienes
hambre hija mía? – pregunta el doctor al tiempo que quita el velo que cubre el
rostro de Conchita. Por fin podemos mirarla atentamente, y conocerla.
Su tez tiene un tono grisáceo, viscoso. Brilla como mármol recién pulido. De su
cuerpo emana un penetrarte olor almizclado. Un olor que ayuda a intensificar la
atmosfera malsana que envuelve todo el lugar.
-Estás
muy pálida, tienes que comer Conchita. Abre la boca – El doctor introduce en la
boca de su hija un trozo de tostada. Trozos de pan y mermelada caen de la
inerte boca de la muchacha. El doctor los coge y vuelve a metérselos en la
boca. Ase sus mandíbulas con fuerza y empieza a moverlas de arriba abajo,
imitando el movimiento natural del masticado. El reloj de la cocina sigue
impasible su cuenta del tiempo y el doctor de pronto se percata de su
presencia. Cada tic tac es un martillo que va golpeando su cerebro. Ansioso, no
deja de meter comida en la boca de Conchita, que permanece inmóvil, perdida su
mirada en la negrura de la muerte.
-¡Come,
come! ¿Por qué no comes?
Roto,
desesperado, muerto, Pedro González Velasco mira a su hija y, por un instante admite
que sí, que está muerta, que le habla todos los días a un cadáver, que cada
mañana le da de desayunar a alguien que nunca más volverá a saborear. Por un
momento se rinde a la evidencia, admite que la Muerte le ha vencido y está
dispuesto a dejar toda esta locura y dar descanso eterno a su hija. Pero ese
instante no es más que una mecha que pronto se queda sin llama y tan pronto
como prendió, se desvanece.
Pedro
vuelve a negar lo evidente, a encerrarse en su cárcel de falsas esperanzas.
Limpia la comida de las sábanas y la cara de su hija, entorna de nuevo la
cortina, coge la bandeja y sale de la habitación, cerrando la puerta tras de
sí. Avanza por el pasillo obnubilado, llegando a la cocina en un estado de tal
agitación que tira la bandeja al suelo, armando un gran escándalo. Se ahoga, se
siente desfallecer.
Silencio.
Silencio
que es roto una vez más por el tic tac del reloj de la cocina, ajeno al drama
que allí se vive. Pedro alza la mirada y clava sus ojos en las agujas del
reloj.
Tic
tac.
Vuelve
la mirada al pasillo y a la puerta negra y maciza que se alza al fondo. Mira y
mira y sus ojos adquieren una textura acuosa, que pronto se transforma en
torrente de lágrimas. Lagrimas que cubren su rostro, como un bálsamo ácido,
pues al llorar no encuentra consuelo, solo más desolación, amargura,
incomprensión. Y una pregunta revolotea por su mente, una pregunta que no ha
dejado de preguntarse desde hace meses.
¿Por
qué mi hija?
Y
esto es solo un ejemplo de los muchos rumores que sobre las prácticas del
Doctor Pedro González de Velasco corrían por la capital de España. Pero no
siempre fue así. Nacido el 23 de Octubre 1818, en Valseca, Segovia, en una
familia humilde de labradores vivió sus primeros años ayudando a sus padres en
las tareas del campo. Antes de viajar a Madrid, Velasco se trasladó a Segovia,
donde aprendería latín y serviría en alguna ocasión como soldado. A su llegada
y debido al intenso estudio y dedicación le hacen lograr la plaza de practicante
en 3 años, logrando el 5 el puesto de cirujano
Fue
catedrático de la Facultad de Medicina de Madrid y doctor en el Hospital
Clínico San Carlos (actualmente en la zona de Moncloa, por aquel entonces
situado en el actual Museo Reina Sofía). Su cada vez más alto rango médico le
reportaban bastante dinero, viajando a menudo y comenzando la recolección de
piezas de antropología y etnografía. En 1873, tras varios años recopilando
piezas, se construyó un edificio destinado a la exposición de la colección
privada del doctor. Fue proyectado por Francisco de Cubas y se construyó en lo
que es hoy el Museo Nacional de Antropología. El 29 de abril de 1875 el rey
Alfonso XII inaugura el Museo Anatómico, aunque sería conocido popularmente
como Museo Antropológico. Res famosa la anécdota que protagonizaron Alfonso XII
y El doctor Velasco. El monarca le dijo al doctor que pidiese un deseo, algo
con lo que poder continuar su labor. Velasco le contestó ¡Qué me
concedan cadáveres para enseñar a los vivos!
Una
anécdota que nos da algunas pistas sobre el carácter del doctor. Un hombre
preocupado por los avances de la ciencia, del saber. Un hombre que no dudaría
en pedir a quien fuera lo que necesitaba para seguir con sus estudios, ya sea
un rector de universidad o el mismísimo rey de España.
Pero
todo ello cambió el día en que su hija Concepción, de 15 años, muere de tifus.
El médico que trató a Concha fue el doctor Benavente (padre de Jacinto), colega
y amigo de Velasco que no lograba para la enfermedad. Varios tratamientos no
dieron resultado y Velasco, desesperado, le administró un purgante (algo a lo
que el doctor Benavente se opuso tajantemente) que acabó con la vida de Concha.
Velasco
jamás superó la muerte de su hija. Antes de ser enterrada la embalsamó, para
preservarla, como si el tiempo pudiera detenerse, como si se pudiese vencer a
la Muerte.
Poco
duró Conchita en su eterno descanso, pues poco después exhumó sus restos del
cementerio de San Isidro casi intactos y los trasladó a su casa-museo. El
cuerpo fue instalado en uno de los aposentos de la casa con un vestido de
novia. A partir de entonces los rumores y las leyendas se extendieron con la
pólvora por la capital.
¿Verdad?
¿Leyenda? Nunca lo sabremos. Lo que si es cierto es que la muerte de Concepción
González supuso un golpe más duro para Pedro de lo que ya es de por si la
muerte de una hija.
Un
golpe que marcó el resto de sus días para siempre
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