Hace muchísimo tiempo ya, cuando todavía el diablo hacía sus visitas a la tierra, sin adoptar más apariencias que la suya propia, vivía en esta villa de Alcalá un hombre tan miserable y avaro que realmente todo el pueblo lo despreciaba. Pero lo despreciaba no tanto por su avaricia como por el lamentable comercio que hacía con su dinero, prestándolo a un interés tan leonino que pobre de aquel que cayese en sus garras. Sin embargo, como en el pueblo siempre había gente en apuros, uno tras otro iban pasando por sufrir la crueldad del despiadado usurero. Sin duda, San Jorge, patrono de Alcalá e íntimo amigo del arcángel San Miguel por la común profesión militar de ambos, consiguió a través de éste convencer al ángel guardián del maldito avaro para que hiciese un poco la vista gorda ante cualquier peligro que acechase al usurero. Desde luego, si esta gestión fue o no cosa de San Jorge no está bien aclarado: pero si lo fue podemos estar seguros de que solamente por el amor y protección que el santo guerrero debe a su pueblo pudo ocurrírsele tramar esta conspiración, hasta cierto punto criticable.
El caso es que el ángel guardián del prestamista dejó efectivamente de protegerle, y el diablo, que pasaba casualmente por Alcalá en aquel momento, vio la ocasión propicia de buscarse un compañero para sus travesuras. De forma que sin más ni más cogió al avaro por los cabellos y echó a volar con él mientras el desgraciado protestaba, pataleaba y maldecía, lo cual a Lucifer le hacía muchísima gracia, pues según dicen ese es su léxico favorito. Sin embargo, cuando ya aquel infeliz se vio volando a varios metros sobre la plaza principal, que es lo más alto que hay en la villa, renació algo de su fe cristiana e interrumpió sus blasfemias con lo único que recordaba de sus oraciones: “Sanctus, Sanctus, Sanctus”. Al oír esto el espíritu generoso del ángel guardián se conmovió, y vino a auxiliar al desgraciado, ayudado por el mismo San Miguel, que tenía, como se sabe, antiguas cuestiones pendientes con Satanás, e incluso San Jorge, olvidando todo resentimiento, salió espoleando su caballo de la iglesia vecina a pinchar con su espada reluciente al atrevido diablo. Ni que decir tiene que Lucifer soltó al desdichado desde aquella altura, que no era gran cosa, y se dio a la fuga ante unas fuerzas tan superiores. El avaro, agradecido y piadoso, desde aquel día se retiró de su repugnante oficio, y fue una especie de bendición para todos los pobres necesitados. Tan pronto como se repuso de su caída hizo construir aquel arco, a manera de exvoto, y dentro del arco, a la altura que el demonio lo soltase, un altar con la inscripción salvadora de “Sanctus, Sanctus, Sanctus”, las palabras que habían servido de SOS para que las fuerzas celestiales lo acorriesen. Y el diablo quedó tan avergonzado y tan dolorido ante las espadas de San Jorge y San Miguel que se asegura muy formalmente que esa fue la última vez que se le vio por Alcalá.
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