Una
tarde, cierta doncella cristiana de noble alcurnia paseaba a caballo con su
dueña por las orillas del Záncara. Tanto embelesaba a la joven el paisaje, que
sin darse cuenta, llegaron casi a los límites del poblado moro. Cuando vinieron
a apercibirse del peligro que corrían, los moros se les echaron encima,
aprisionando a la doncella, que gritó a su acompañante: - ¡Adelante, doña
Halda! ¡No os detengáis...! ¡Estoy cercada! Cuidad a mi anciano padre... Sus
últimas palabras se perdieron en el viento. La joven doña Elena fue apresada. -
Buen rescate valdrá - dijo uno de los que la prendieron -; pues dama principal
es. - Hija única de don Alonso de Mendoza y de Vergara, dueño de estos
contornos. - La vi presidiendo el último torneo - replicó otro moro, que
llegaba en aquel instante -. Pero creo que el joven Alí preferirá esta joya a
todo el oro que por ella pudieran ofrecerle.
Era
bien entrada la noche cuando la cautiva, en medio de poderosa escolta, llegaba
a la fortaleza mora. Al día siguiente la llevaron a presencia del Caíd. Ya se
sabía por todo el castillo lo referente a la prisión de doña Elena y su
deslumbrante belleza y alcurnia. El joven Alí, hijo del Caíd, quiso también
verla, y al momento quedó hechizado por la hermosura de la dama cristiana. Y
así se lo comunicó a su padre, para que se la diera por esposa. - Señora - dijo
el Caíd -, si te haces mahometana, te colmaré de honores y riquezas; serás la
dama principal del contorno y te daré por esposo a mi hijo Alí. - No es
posible, señor. En primer lugar, nunca renegaré de mi fe. Y, además, tengo
promesa hecha de entrar religiosa, porque desde niña me consagré al Señor, mi
Dios. - ¿Y de qué te valdrá todo esto, siendo, como eres, mi prisionera ? -
Será lo que Dios disponga... - Si no aceptas mis honrosas proposiciones, sabed
que entre estos muros morirás. Nadie puede ampararte. Tu anciano padre murió a
raíz de tu cautiverio. No tienes deudos cercanos que por ti se interesen.
Además hice correr la voz de que habías muerto. Acepta mi proposición. - No me
es posible. Ya os dije, señor. - Entonces, ¿qué esperas...? - Lo que Dios
disponga.
Ni
ruegos ni amenazas lograron conmover a la cautiva. Tras las contemplaciones
vinieron los malos tratos, hasta que ya el Caíd, desesperado ante la
resistencia de la joven y la tristeza de Alí, propuso al enamorado: - Si
voluntariamente no quiere ser tu esposa, tómala como esclava: es tuya. - De
ninguna manera la tomaría contra su voluntad... La encerraron en oscura
mazmorra; más Alí intervino y la cambiaron al último piso de la torre. El joven
Alí salió para una empresa guerrera contra los cristianos, y el Caíd mandó se
tapiara la puerta de la prisión, para que así muriera de hambre y de sed.
Varios
meses habían pasado. Creía que había llegado su fin. No volvió a ver a nadie.
Solamente tenía comunicación con el aire. Ya llevaba dos días lapidada. El
hambre que sentía era grande, pero era mayor la sed. Instintivamente fue a su
cántaro, para ver si quedaban algunas gotas. ¡OH, prodigio! El cántaro que
estaba vacío lo encontró medio de agua. Con ansia bebió aquel líquido
milagroso, calculando no beber mucha para que más le durara. Cayó de rodillas,
dando gracias al cielo por tan magnífico don. Así pasó la tarde: dando gracias
al cielo... Al amanecer del tercer día oyó un ruido extraño: era un cuervo, que
pugnaba por entrar por entre los barrotes de su celda, llevando un pan alargado
en el pico. Con inmensa alegría tomó el pan, regándolo con sus lágrimas al dar
gracias a Dios. Desde aquel día ya no volvieron a faltarle ni el pan, que todas
las mañanas al amanecer le llevaba el cuervo, ni el cántaro de agua,
conservando cada mañana el mismo nivel.
Una
tarde, asomada a su venta, vio tropel de moros acercarse. Creyó reconocer,
cuando se acercaban, al joven Alí, capitaneando las tropas árabes.
Mas
en esto, un escuadrón de cristianos les salieron al encuentro. Suenan añafiles
y tambores. Despliegan los moros el estandarte verde del profeta, donde campea
la media luna...
Las
cornetas de ataque de los cristianos llaman a combate. El estandarte morado de
Castilla flota orgulloso al viento. Sobre él va la insignia de la Santa Cruz.
Se traba un violento combate. Apercibidos los de la torre, envían refuerzos;
pero antes de que llegaran, un ejército cristiano les cierra el paso,
destrozándolos por completo. Empezaron a replegarse y a defenderse desde la
fortaleza donde estaba doña Elena. Las flechas llovían por todas partes; pero
la cautiva no se apartaba un instante de su atalaya. Una flecha le atravesó el
hombro y cayó bañada en sangre.
-
Señor, mi vida por la victoria de los cristianos... Y el Señor la escuchó,
porque el triunfo fue completo...
Alí,
malherido, agonizante, pidió al jefe cristiano ver por última vez a la cautiva
de la torre antes de morir.
-
Nada conseguirás -respondió un moro de su escolta-. Desde tu marcha, se tapió
la puerta de su cárcel y oí la orden de no volver a llevarle ni agua ni
alimento. Después de tantos meses, bien muerta estará la infeliz.
-
Imposible; a un ángel así no puede haberla abandonado su Dios...
-
General cristiano, ya que has vencido, sé generoso con un moribundo. Déjame ver
a la cautiva de la torre antes de morir.
-
¡Concedido! - dijo el general.
Con
el mayor cuidado transportaron a Alí hasta la misma puerta de la cárcel de la
cautiva.
Tiraron
el tabique que la interceptaba, oyéndose unos débiles gemidos. El bello rostro
de Alí, ya sellado con los rastros de la muerte, se iluminó, y un rayo de
esperanza animó el enamorado corazón, acelerando sus latidos.
-
¡OH, poderoso Dios de los cristianos! ¡Si la veo viva antes de morir, abrazaré
tu religión...!
Abierta
la entrada, vieron a la joven, caída junto a la ventana, bañada en sangre,
desvanecida.
-¡Vive!
- exclamó Alí gozoso.
Pasaron
dentro de la prisión, incorporaron a la joven, echándole unas gotas de licor en
la boca, y doña Elena abrió los ojos.
-
¡Gracias, Dios mío! - dijeron a la vez Ali y la cautiva.
-
Reconocí rápidamente a la joven - dijo el primero que había pasado, que era
médico.
-
No es de gravedad la herida y curará. Se desvaneció por la pérdida de sangre,
pero curará... Tú estás bastante peor.
-
Nada me importa morir, con tal que ella viva. Y ahora, oídme todos. Sé que me
quedan poco tiempo de vida. Veo claramente que encontrar viva a doña Elena es
un milagro, un prodigio, que sólo Dios puede hacerlo. Ninguna criatura viviría,
después de varios meses lapidada. "¡Creo en el Dios de los
cristianos...!"
-
Querido hermano Alí, mis ruegos han sido constantes por vuestra conversión...
-
¿Cómo has sobrevivido...?
-
Un cuervo me ha traído diariamente un pan a mi celda. Y el cántaro ha
conservado el mismo nivel de agua. Ya veis: me alimentó la Providencia.
-
Antes de morir quisiera ser Cristiano. Así me podré reunir contigo en la otra
vida, ya que no ha podido ser en ésta.
-
Sea - dijo la cautiva, viendo que se moría.
-
No hay ningún sacerdote - dijeron los vencedores.
-
Yo misma lo bautizaré - dijo doña Elena -. ¿Qué nombre queréis, Alí?
-
El de tu ser más querido.
-
Entonces, como mi padre.
Y
doña Elena, derramando el agua en forma de cruz sobre la cabeza del moribundo,
pronunció las palabras textuales ante aquélla multitud:
-
Yo te bautizo, Alfonso, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Instantes
después, con una sonrisa celestial, su alma volaba al Cielo. Solemnes exequias
se hicieron por el alma del hijo del Caíd, muerto Cristiano. Se le dio honrosa
sepultura. Y el epitafio que se le puso en su tumba fue:
"El
valiente capitán Alí, subió al cielo por la mano de un ángel."
Doña
Elena profesó en un convento. No dice más la leyenda. Lo único que se ha
conservado y perpetuado en la memoria popular es que al conquistar la plaza de
La Mota los cristianos, por mucho tiempo se llamó al edificio donde estuvo
prisionera doña Elena, "La torre de la cautiva". Y al pueblo de La
Mota se le agregó "del Cuervo", en recuerdo de la oscura avecilla que
diariamente llevó al amanecer durante varios meses, un poco de pan a la
cautiva.