En 1578 dos mercedarios que caminaban por la calle encontraron a un hombre desmayado sobre el suelo y lo llevaron al convento. Se llamaba Juan Redón, un soldado que se había alistado en el tercio viejo o roto de Lorca (llamado así por el desgaste de las vestimentas de los soldados como consecuencia de las largas campañas) con el que marchó a Flandes, y que, hasta entonces, pasaba los días en la portería del convento pintando con carbón un crucificado dolorido y triste. Estando en Madrid, se vio envuelto en una pelea y su atacante resultó muerto. Desde entonces, el rostro de aquel infeliz se le aparecía continuamente, y cuando pintaba reproducía su cara una y otra vez.
Juan volvió a Lorca e ingresó como lego en el convento de la Merced para redimir su pecado. Una noche que estaba encendiendo las lámparas de las hornacinas y retablos, al llegar a la portería donde estaba el Cristo que había pintado, escuchó: ¡asesino! Se giró para verlo y la cara no era la que él había pintado tiempo atrás, sino la de su víctima, el joven madrileño. El lego pidió perdón, pero el Cristo le volvía a decir: ¡asesino! Con un tizón del brasero borraba una y otra vez la cara de Cristo, pero el rostro de aquel muchacho volvía a aparecer. El hermano Juan se desplomó y murió. Desde aquella tarde vaga por el claustro del convento de la Merced un fraile loco, pero tranquilo y afable.
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