Dice el autor de la obra que en Mula le contaron la siguiente historia: «María era una
bellísima joven de diez y seis años, hija de un anciano y honrado labrador llamado Beltrán que cultivaba una corta hacienda en las inmediaciones del pueblo de un rico hacendado. Sus padres se habían casado de edad avanzada, muriendo su madre en el parto, desde entonces, Beltrán vivía para su hija.Era el día de la feria en honor del Niño y las calles de la villa estaban atestadas de forasteros y tratantes. Don Paquito Hurtado, donoso joven, rico y huérfano, natural de Valencia, había venido con otros amigos suyos a la famosa y antiquísima feria de ganado de Mula, a cambiar su hermosa jaca cordobesa y a jugar algunos doblones al monte. Al aproximarse a un corro donde bailaban alegremente varios aldeanos, descubrió a la lindísima María de quien se apasionó ciegamente. Pronto entabló con ella una sostenida conferencia amorosa. «¡Qué lástima, le decía, que tus bellas manos se endurezcan con las pesadas tareas del campo, que tu delicada tez se exponga todos los días a este sol abrasador y que reuniendo tantos encantos vayas a parar en ser la mujer de un torpe gañán! Cuánto mejor sería, hermosa niña, que te vinieses conmigo a mi tierra, allí tendrías criadas que te sirviesen, ricos vestidos, teatro y sobre todo, un hombre que te amará siempre.»
María era inocente y pura y, aunque se prendó también de Hurtado, no atendía a sus peligrosos discursos y resistió largo tiempo. Mas aquel libertino de profesión, no era hombre que cejase prontamente en sus propósitos. Venciendo cuantos obstáculos se le presentaron, pocos años después, logró adquirir la propiedad de la finca que cultivaba el padre de María y le hizo donación de ella. Tan desusada generosidad fue un nuevo dardo que atravesó el ya herido corazón de la joven. Cierto día que estaba sola en la casa, se vio sorprendida por su amado que con lágrimas, promesas y juramentos, logró arrebatarla en sus brazos y llevársela en su caballo al gran galope. Casualmente, nadie fue testigo del rapto y el buen labrador Beltrán hubo de volverse loco al encontrarse sin su hija única a quien amaba con delirio.
Habían pasado más de seis meses cuando, por no se que negocio judicial, Beltrán tuvo que hacer un viaje a Valencia, ciudad que Hurtado no nombra jamás en casa de María, ni menos, había revelado que fuese su patria y residencia. Al atravesar Beltrán la ciudad vio una señora, lujosamente vestida y asomada al balcón en una casa de hermosa apariencia, que le pareció su hija. Sin embargo, de su viva emoción logró contenerse y se informó de los vecinos del nombre del dueño del caserío. Al oír el de Hurtado, adivinó con su instinto de padre herido todo cuanto había sucedido y trató de vengarse. Sabiendo que aquel acostumbraba ir a caballo solo a una quinta suya las más de las tardes y que volvía a Valencia de noche, le aguardó en el camino y casi a boca de jarro le disparó un trabucazo. Don Paquito cayó en tierra y Beltrán se dirigió a la ciudad en busca de María. Ésta, a pesar del cariño que tenía a su amado, cuya suerte ignoraba, no pudo resistir al mandato de su irritado padre y le siguió llorando. Al llegar a su aldea (Mula) le refirió aquel, sin preparación alguna, la muerte de Hurtado. María sintió los dolores de un parto prematuro y al dar la vida a un niño perdió ella la suya.
No se termina aún aquí esta triste historia, pues al cabo de tres meses, cuando Beltrán comenzaba a moderar el terrible dolor que le causara la pérdida de su amada María, vio entrar de repente, con el asombro que puede imaginarse, al mismo don Paquito, que como es de suponer no había muerto y restablecido de sus heridas iba en busca de María con el objeto de desposarse con ella. Beltrán, creyendo ver un ser del otro mundo, se volvió loco. Pero al fin, al cabo de algún tiempo, recobró la razón y fue a vivir en compañía de Hurtado que con las desgracias se había convertido en un hombre juicioso y moderado y se dedicó a la educación de su hijo y al cuidado de Beltrán.»
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