lunes, 22 de enero de 2018

La Cruz Negra del Duque de Alba (Alba de Tormes, Salamanca)

Cuenta la leyenda que tras dejar el gobierno de Flandes, allá por enero de 1574, don Fernando, tercero en la saga ducal, retornó a su querida villa para permanecer junto a su esposa. Entre cacerías y tertulias, disfrutaba de los placeres de la vida después de haber conocido su lado más cruel en el fragor de la batalla. Pero también había conocido los prodigios de una mujer, Teresa de Jesús, fielmente relatados por su esposa, quien poco a poco le había inculcado su devoción por la mística. Y quiso saber más acerca de ella interrogando a las personas que la conocían directamente.Una tarde de agosto, el Gran Duque se entrevistaba con la condesa de Monterrey en su residencia de Salamanca. Mientras le relataba sus hazañas y heroicidades en los Países Bajos, intercalaba alguna que otra pregunta sobre la Santa. Pero el sofocante calor se transformó en una desapacible tormenta de verano. Rápidamente, don Fernando dio orden a su criado para que preparara las monturas y la condesa sintió que esta escena le era familiar. Efectivamente, años antes charlaba con Teresa de Jesús cuando se desató una infernal lluvia. Pese a sus ruegos, el duque, al igual que la Santa, desdeñó la invitación de hospedarse en el palacio para pasar la noche. Así, emprendió el regreso a Alba de Tormes.
La tormenta no apaciguaba. Es más, se intensificaba. Granizo y viento convirtieron el trayecto en una ominosa odisea capaz de hacer hincar la rodilla al más valiente de los guerreros del ejército español, temido en toda Europa por su fuerza y decisión en el combate. Bajaron del caballo para refugiarse en una encina y esperar hasta que pasase el temporal. Y la duda comenzó a surgir de sus entrañas. ¿Cómo él, curtido en mil batallas, vencedor de las más infaustas contiendas bélicas, iba a atemorizarse por aquellos truenos y relámpagos? Pero sentía miedo. Por primera vez en su vida, algo estaba fuera de control. Jamás había observado una tormenta igual. Entonces, comenzó a pensar en Teresa de Jesús y reclamó una oración de auxilio. De repente, un enorme estruendo a escasos centímetros le empujó hacia el suelo y perdió el sentido. Todo se volvió oscuro, silencioso, pausado. Y una luz cegadora apareció en su mente deteniendo el tiempo. Transcurrido un rato, volvió a erguirse. Había dejado de llover. No había viento. Apenas susurraba. Podía hasta escucharse el aire entre los miles de rayos de sol que ahora bañaban el horizonte. ¿Cómo era posible? Aún atolondrado, se levantó para buscar a su criado con los caballos, pero un detalle llamó su atención. La encina que hizo las veces de paraguas yacía ahora partida a la mitad como consecuencia de un relámpago y en una de sus caras se había dibujado una cruz negra.

Al llegar a la villa, Don Fernando relató a su mujer lo acontecido. Ella no podía creerlo. Algo parecido le había ocurrido a la Santa años atrás en el mismo camino, regresando también de ver a la condesa de Monterrey, también durante una tormenta que hizo perder la orientación a Teresa de Jesús, pero una angelical imagen a lo lejos la devolvió hasta la senda correcta y al momento dejó de llover. El Gran Duque no lo pensó dos veces. Mandó cortar aquel trozo de encina de unos treinta centímetros como prueba irrefutable de un milagro más de quien hoy es la Patrona de Alba de Tormes, convirtiéndose en uno de sus protectores más entusiastas durante el resto de la vida de la Santa. La cruz negra fue donada al convento, donde permanece desde entonces alojada en una relicario de filigrana de plata en el museo de la iglesia de la Anunciación, entrelazando así para siempre el sendero de dos personas que, ironías del destino, fallecieron en espacio de apenas dos meses y en la actualidad son los dos estandartes de Alba de Tormes allende los mares.

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