Cuenta la leyenda que en la Cortegana del siglo XV
vivía una mujer afamada por sus curas milagrosas y sus brebajes misteriosos.
Todo el pueblo acudía a la casa de aquella mujer, situada en la cumbre de un
pequeño cabezo a las afueras de la villa. Tal era la fama de aquella curandera,
la cual gozaba del cariño de sus vecinos, que su nombre llegó a oídos de la
Inquisición, recién instalada en la villa a petición del propio Alcaide. Muchas
veces fue citada la buena mujer a la sede local de dicha institución, situada
en una calle cercana al lugar donde aún se estaba construyendo el templo
parroquial. Por más preguntas que le hacían, jamás podían encontrar en ella un
motivo justo para condenarla.
Pasó el tiempo, y la buena ventura de aquella mujer
se incrementaba en las tierras de Cortegana y alrededores, hasta tal punto, que
la gente aguardaba a la intemperie en las frías noches del invierno serrano a
que la mujer despertase para que atendiera a sus dolencias.
Un buen día, la Inquisición decidió poner fin a la
fama de la mujer, elaboró una falsa condena por brujería y herejía y se dirigió
a la casa donde vivía. Cuando las ordas inquisitoriales llegaron a su casa, tan
sólo encontraron a su hijo, que tenía unos 15 años. El joven no sucumbió a las
pretensiones de los verdugos de conocer el paradero de su madre, y por esta
razón, tomaron por la fuerza al pequeño y lo ahorcaron en las faldas del cabezo
donde vivía "la bruja".
Al caer la noche, la mujer regresó a su hogar, y en
su amargo camino de vuelta, contempló desolada como el cuerpo de su hijo pendía
sin vida de las ramas de una pequeña encina. La mujer lloró tan amargamente, que
sus gritos fueron escuchados por todos los que días antes iban a su casa a por
el remedio para sus males. Allí pasó toda la noche postrada a los pies de su
pequeño, al cual, descendió de aquel maldito árbol y enterró en aquel mismo
lugar. Acto seguido la mujer se inclinó tocando el suelo y desde lo más
profundo dijo en voz alta: esta tierra que alberga en sus entrañas el cuerpo de
mi hijo, injustamente asesinado por quienes actúan en nombre de Dios, y que ha
sido regada con las lágrimas de mi dolor, no tendrá ánimo para nutrir árbol
alguno, ni ahora ni en los días venideros.
La mujer se exilió a tierras portuguesas y nunca
nadie supo nada más de ella. Aquel cabezo sigue siendo hoy el único de todo el
paisaje serrano, sobre el que no hay enraizado árbol alguno. Y así es que hoy,
en Cortegana, se le sigue llamando El Cabezo de la Horca.
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