En
nuestra vecina ciudad de Niebla se conserva una hermosa tradición o leyenda que
relaciona a un soldado de Niebla, Clodio Fabato, con la muerte del Redentor en
el Gólgota, de la que, supuestamente, fue testigo presencial, como miembro del
destacamento romano que ejecutó la sentencia. La leyenda nos ha llegado a
través del que fuera párroco de Niebla, Don Cristóbal Jurado Carrillo.
Ya
hemos tenido ocasión de demostrar que no puede ser anterior a 1634, fecha de la
publicación de la obra de Rodrigo Caro, Antigüedades y principado de la
ilustrísima ciudad de Sevilla y chorografía de su convento jurídico, obra
en la que se relaciona el texto de la inscripción de Fabato, de Niebla,
fechable en los primeros decenios del siglo II, con un texto dedicado por Julia
Marcela a Clodio Fabato, su marido, existente en Rignano, Italia.
Debe,
pues, tratarse de una composición culta, obra de un erudito conocedor de
la Chorografía de Rodrigo Caro, y con conocimiento de
la cultura romana clásica, tal vez el notario público Don Jerónimo de la
Fuente, del último tercio del siglo XVIII, o el notario Don Alonso Avendaño de
Contreras, de principios del siglo XIX. En cuanto a su paradero, Ortiz Muñoz
recoge la información de que el original, en pergamino, fue regalado a Castelar
en 1869.
La
bella y sugestiva carta, que habría sido escrita en Judea por el decurión
Clodio Fabato, el día primero de Abril del año 79 del Calendario Juliano, 33 de
nuestra Era, va dirigida a su querida Julia Marcela, en Ilípula, Niebla. Dice
así:
"A
Julia Marcela: en Ilípula: salud:
Carísima:
Te escribo desde Judea, como Decurión de las legiones del Pretor Poncio
Pilatos, para narrarte uno de los sucesos más singulares, que he visto en la
vida de las milicias.
He
sido testigo con mi Decuria, la de Léntulo y otras, del suplicio en la ciudad
de Jerusalén de un tal Jossua, galileo, enviado de Dios, que se titulaba rey de
Judea, y que, según la gente, daba vista a los ciegos, hacía andar a los
paralíticos y tullidos, curaba a los enfermos sin medicinas de hierbas,
arrojaba a los malos espíritus del cuerpo de los posesos, y y resucitaba a los
muertos; siendo aborrecido por todo esto de los escribas y sacerdotes.
Condenado
al fin como sedicioso por el Sanedrín de la ciudad, con su presidente Caifás, y
además por el Prefecto Pilatos, en nombre del César, a la muerte de cruz, fue
ajusticiado en la cumbre del Gólgota entre dos ladrones, Dimas y Gestas.
Los
lictores y soldados le crucificaron desnudo como de costumbre y le fijaron con
cuatro clavos; colocándole en la cabeza corona de zarzas, por ser rey falso; y
sobre la cruz, una tabla en griego, hebreo y latín que decía: Jossua de
Nazaret, rey de los judíos.
La
túnica del profeta cayó en suerte, al soldado Pontino de la Decuria de Máximo,
que después vendió al sacerdote Helkías, que presenciaba, en nombre del
Sanedrín, la ejecución de la sentencia.
Josssua
era de cuerpo mediano, de color moreno sonrosado y semblante sereno y humilde.
Su carácter bondadoso estaba realzado por poblada y sedosa barba, que caía
dividida sobre el pecho, ojos de cielo y grande cabellera que, formando rizadas
trenzas o guedejas, descansaba sobre sus hombros.
En
los momentos de su muerte la borrasca, que se cernía próxima, se desencadenó en
furiosa tempestad sobre toda Judea. Sobrevino la noche inesperadamente por un
eclipse de sol, y la tierra temblaba bajo nuestros pies. Los curiosos huyeron
amedrantados a sus casas, y sólo nos quedamos para custodiar a los reos, ya
muertos, por la lanzada de Longinos, los soldados de dos Decurias, a las
órdenes de Léntulo y mías. Y no muy lejos de nosotros estaba la madre de Jossua
y algunos parientes.
Descolgado
Jossua de la cruz, al día siguiente de Venus, la Pascua judáica, por algunos
jueces ancianos del Sanedrín, amigos suyos, custodiamos su cuerpo en un
sepulcro cavado en piedra; pero al día siguiente, de madrugada, entre poderosas
luces, como de rayos de tempestad, que nos aterraron a todos, desapareció de la
tumba.
Verdaderamente,
este rey de judíos, según la opinión de muchos, era el Dios del empíreo o Hijo
suyo o gran profeta entre la nación de los hebreos.
Tal
impresión ha causado en mí este suceso que, desde entonces, quiero dejar de
pertenecer a las legiones del César; y pronto, los dioses lo permitan, seré en
tu compañía.
El
cuatrirreme, Cayo, que va a esa con las naves por metales, te dará esta
epístola.
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