Un buen puñado de leyendas sobrenaturales y el testimonio de multitud de senderistas convierten el antiguo monasterio de Santa María de los Ángeles, enclavado en plena Sierra de Hornachuelos, en un lugar irresistible para los amantes del misterio: muertes en extrañas circunstancias, apariciones fantasmagóricas y la sombra de una antigua maldición.
Su ubicación, en un paraje de extraordinaria belleza natural y a kilómetros de cualquier atisbo de civilización, no es casual. Los monjes decidieron construir allí su templo dejándose guiar por antiguas tradiciones locales, que aseguraban que en el pasado, misteriosas luminarias emergían del río Bembézar y subían colina arriba, hasta desvanecerse siempre en el mismo punto. Como si los ángeles estuvieran señalando la ubicación donde se debía construir un lugar sagrado. Dicho y hecho: a finales del siglo XV, en este cerro que pasó a conocerse como la «Montaña de los Ángeles», se levantó el primer convento.
Pero su fundador, celoso de que nadie desfigurara su obra, lanzó una maldición sobre aquellos que se atrevieran a reformarla, augurando que «llovería fuego sobre la Montaña de Los Ángeles» si esto ocurría. No sabemos si tendrá relación con esta profecía, pero entre 1498 y 1655, el monasterio sufrió tres incendios tan devastadores que prácticamente lo redujeron a cenizas. Cada vez que la congregación se recuperaba, un nuevo infierno de fuego les obligaba a comenzar de nuevo. La imagen de los monjes envueltos en llamas, lanzándose al vacío en un intento desesperado por alcanzar el río, es una de las más espeluznantes que nuestra imaginación es capaz de concebir.
Quizás sea este pasado truculento el que ha inspirado las numerosas leyendas que se cuentan alrededor del imponente edificio, y que hablan de espíritus que no parecen haber encontrado su justo descanso. En una cueva cercana se encerró voluntariamente una mujer que buscaba, mediante el aislamiento y la meditación, redimir los pecados de una vida lasciva. Durante una década no abandonó su reclusión voluntaria, salvo para acercarse al convento a pedir agua y comida a los monjes. Pero un día dejó de ir y nadie volvió a tener noticias de ella, hasta que su cuerpo sin vida fue hallado en el interior de la cueva. Desde entonces, decenas de senderistas afirman haber visto una figura traslúcida que, una y otra vez, recorre el mismo camino, el que conecta aquella gruta con la entrada al monasterio.
Un buen día se presentaron a las puertas del cenobio un aristócrata inglés con su amada, huyendo de la familia de ella, que no aprobaba la unión. El noble ofreció toda su fortuna a los frailes a cambio de que les permitieran instalarse en el templo, y éstos aceptaron. Al poco tiempo los familiares de la joven descubrieron el paradero secreto de la pareja, y se personaron en el recóndito lugar reclamando venganza por el daño infringido a su apellido. En el forcejeo, la chica recibió una puñalada de su propio hermano, falleciendo en el acto. Después del violento suceso, los frailes ordenaron al anglosajón abandonar sus estancias, pero él se recluyó en una de sus celdas y se negó a marcharse. Durante días, su personalidad se fue alienando poco a poco, hasta perder la cordura. De repente, abandonó la habitación en la que se había hecho fuerte, se sacudió de forma violenta a los monjes que salieron a su paso, y tras subir a lo más alto del campanario, se arrojó al vacío al grito de «¡Yo soy el demonio!».
Otros caso, algo más reciente, fue el de Antonio Roldán, un vecino melojo que falleció al caerse por un barranco en las inmediaciones del vetusto edificio. Cuentan que al ponerse el sol, su fantasma se aparecía a los pastores de la zona, que corrían despavoridos al verlo. Hasta que un día, al fin uno de ellos se atrevió a hablar con él, y el ser desencarnado le indicó dónde se hallaba su cadáver. El atrevido cabrero localizó los restos y pudo darles cristiana sepultura. Desde entonces, no se ha vuelto a reportar ninguna nueva aparición del espectro de Roldán.
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