El hecho que se presenta a continuación ocurrió un aciago 18 de mayo de 1904 en el pequeño pueblo granadino de Pedro Martínez, frontera histórica entre los reinos cristianos y musulmanes que combatieron por el control de la península ibérica durante prácticamente 800 años.
Este suceso transmitido oralmente, ha calado profundamente en la memoria colectiva de los lugareños, y como suele ocurrir, durante todo este tiempo se ha tergiversado la información hasta llegar a nuestros días. Ahora, gracias al historiador granadino Juan Rodríguez Titos, así como a la abundante documentación consultada se ha podido esclarecer que sucedió con la familia que se presenta a continuación.
“Los Rufinos”, apodo por el cual era conocida esta familia, estaba formada por Juan Miguel, natural de Pedro Martínez, viudo, y con un hijo pequeño, el cual se había casado en 1887 con Agustina, una hacendada joven y bien situada, ya que su padre era el administrador de la familia Afán de Ribera. De esta unión nacieron seis hijos: María Francisca, Ramón, Casilda, Encarnación, José y Josefa Feliciana. Vivian bien gracias a las tierras de labranza y ganado que poseían, añadiendo además la tienda de ultramarinos añeja a su domicilio familiar. A pesar de ser unas gentes educadas y alegres, despertaban la envidia de los más pudientes del pueblo, ya que Agustina, rica y de buena familia, además de ser mujer era una forastera.
Se cuenta que, el día de San Isidro, María Francisca, con 16 años recién cumplidos acudió a su primer baile popular. Era una niña muy guapa, de pelo rubio y grandes ojos azules, y a la vez muy tímida. Un grupo de jóvenes de las familias más adineradas del pueblo se le acercó, y uno de los mozos lanzó su sombrero a los pies de la muchacha, lo que en costumbre de la época era una solicitud para bailar con ella. María Francisca hizo caso omiso a aquel gesto, ya fuera por miedo o por timidez debido a su inexperiencia, y dándose media vuelta se marchó de allí sin recoger el sombrero. Los jóvenes estallaron en rabia, y más tratándose de quien era, así que tramaron un plan para desacreditar definitivamente a la muchacha y a su familia. El plan consistía en convencer a un joven de clase pobre para que violara a la muchacha, de esa manera su reputación quedaría manchada y no conseguiría casarse jamás. Antonio, corto de luces, y coaccionado por los señoritos del pueblo aceptó, convirtiéndose en la mano ejecutora de la venganza de un rico.
La tarde del 18 de mayo de 1904 se convirtió en el momento fatídico de la venganza. Aprovechando que la madre había salido a lavar la ropa al lavadero y que tampoco estaba el padre, los señoritos avisaron a Antonio para que ejecutara el plan. Una vecina se pasaba de vez en cuando para vigilar a los niños, pero en un despiste de esta, el joven entró a la casa en busca de María Francisca.
"Algunos Rufinos años antes de la tragedia: María Francisca, Ramón, Casilda y Encarnación".
Allí estaba ella, junto a sus hermanos. Antonio se abalanzo sobre ella intentándola forzar mientras la chica pataleaba e intentaba defenderse como podía. Sus hermanos, armados con palos de escoba y todo lo que podían lanzar defendieron a su hermana con uñas y dientes impidiendo el ultraje sexual. Antonio, frustrado y cegado por el momento, sacó un estilete y apuñaló varias veces a la muchacha en sus partes íntimas y en el vientre mientras los niños luchaban desesperadamente por salvar a su hermana. Una vez huido el agresor, los hermanos de María Francisca la tendieron en una especie de sofá de madera y corrieron a avisar a sus padres. La chica, traumatizada por lo que acababa de suceder se negó a que la viera ningún hombre, y ni tan siquiera el médico pudo hacer nada. Dos días más tarde, el 20 de mayo, con las mismas ropas empapadas en sangre, murió. La mayoría de las gentes del pueblo y parte de la comarca acompañaron y lloraron la muerte de la muchacha en su funeral.
Allí estaba ella, junto a sus hermanos. Antonio se abalanzo sobre ella intentándola forzar mientras la chica pataleaba e intentaba defenderse como podía. Sus hermanos, armados con palos de escoba y todo lo que podían lanzar defendieron a su hermana con uñas y dientes impidiendo el ultraje sexual. Antonio, frustrado y cegado por el momento, sacó un estilete y apuñaló varias veces a la muchacha en sus partes íntimas y en el vientre mientras los niños luchaban desesperadamente por salvar a su hermana. Una vez huido el agresor, los hermanos de María Francisca la tendieron en una especie de sofá de madera y corrieron a avisar a sus padres. La chica, traumatizada por lo que acababa de suceder se negó a que la viera ningún hombre, y ni tan siquiera el médico pudo hacer nada. Dos días más tarde, el 20 de mayo, con las mismas ropas empapadas en sangre, murió. La mayoría de las gentes del pueblo y parte de la comarca acompañaron y lloraron la muerte de la muchacha en su funeral.
Tras la muerte de María Francisca todo cambió para esta familia, convirtiéndose su día a día en un aliciente más que añadir a la leyenda que quedará sobre ellos. Tras el trágico suceso acabaron enterrándose en vida, lo que provocó muchas rarezas y habladurías entre sus vecinos. Mientras vivieron los padres, la tienda de ultramarinos continuó abierta, aunque resultaba extraño ver a un miembro de los Rufinos fuera de casa. Tan solo las tareas agrícolas les hacían salir de su presidio particular. Los niños dejaron de ir al colegio y comenzaron a instruirse en casa con la ayuda de varios maestros particulares, adquiriendo una buena educación. Al morir el padre, José, el menor de los varones se hizo cargo de la dirección de la casa, poniendo todo su esfuerzo en el ganado que poseían. Aunque siempre vestía un poco desarraigado, al viajar por las ferias de ganado de la localidad, fue el único que se relacionó con relativa normalidad. Ramón, el mayor de los hijos, tomó las riendas de la agricultura, pasando prácticamente todo su tiempo en sus tierras de labranza. Cuando la madre murió, Encarnación se hizo cargo de la casa y de todo el trabajo que eso suponía. Por el contrario, Casilda, muy afectada, no salía nunca de casa, a no ser para ir a misa. Con el transcurrir de los años, la casa y la hacienda fueron degenerando paulatinamente a pesar de poseer tierras, ganado y dinero. La absoluta indiferencia con la que vivían les fue llevando a un estado deplorable. Josefa Feliciana, la menor de los hermanos murió en mayo de 1988, tres meses después que su hermana Casilda. Todos sus bienes se repartieron entre los vecinos del pueblo y el propio ayuntamiento. A pesar de su afección por relacionarse no odiaban a la gente, tan solo asumieron el resto de sus vidas como una larga mortificación.
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