Cuenta la leyenda que…José se presentó de madrugada en la Casa Grande para trasladar el ganado a la sierra para pastar, como hacía desde que su madre murió con seis años. A los diez era ya un experto en el manejo de la honda y el callao, lanzando pequeños piedras a las patas de las ovejas con el objetivo de mantenerlas juntas y no se perdiera alguna de las crías. Su inseparable perra «Blanca» le ayudaba en la tarea y así se ganaba el jornal diario, haciendo que el señor de la casa, Martín Pérez Aróstegui y Aguirre le mantuviera y de vez en cuando hiciera llegar a su padre algún que otro cesto de comida.
Fue el padre de José quien le ofreció al Viejo de Vergara la posibilidad de trabajar con las ovejas y cabras de su propiedad. Este al quedar viudo y tener poca familia en el Padul, se le hacía muy difícil criar al niño y así de esta manera en la Casa Grande se encargaron de mantenerlo quedando recogido en buenas manos para ser criado, ya que el viejo soldado de «Felipe él segundo», era un hombre de palabra y aunque algo rudo tenía buen corazón.
La noche la pasó con su padre en la Laguna, cerca de «Ojo Oscuro» al fuego de una hoguera donde la gente del Padul se juntaba para al amanecer empezar a recoger el cáñamo de la Laguna.
Las habladurías que corrían por el pueblo tenían a la gente en vilo pues los rumores de sublevación en la Alpujarra al mando de un príncipe moro llamado Aben Humeya hacían temer lo peor ya que el Padul era un punto estratégico importante.
Antes de que amaneciera se despidió de su padre y se fue a buscar el ganado a la Casa Grande, pero el día amaneció cargado de malos augurios, la noche había sido calurosa por ser mes de agosto, el Viejo de Vergara no había podido conciliar el sueño en toda la noche desconociendo el motivo pero algo se estaba fraguando en el ambiente.
Escudo de armas de Martín Pérez Aróstegui y Aguirre |
El chico se presentó como de costumbre en el corral y empezó a preparar el ganado para salir, cuando la tía Paca ––que así llamaba a la gobernanta de la casa––se presentó con un buen tazón de leche de cabra y un trozo de pan de cebada para que comiera algo antes de salir para la sierra, amén del trozo de tocino que le había envuelto en una hoja de parra para el almuerzo, y de postre se encargaría él de agénciaselo en alguna que otra higuera del camino. Tía Paca lo criaba como si fuese su propio hijo aunque a decir verdad el chaval se había ganado el cariño de todos en la Casa Grande.
El Viejo de Vergara así es como todos lo llamaban en el pueblo no era oriundo del Padul sino de Guipúzcoa y vino como soldado de fortuna con el ejército del rey, una vez terminadas las contiendas por medio mundo, estableciéndose en este precioso lugar de paso obligado hacia la costa y la Alpujarra.
Como viejo soldado presentía en su alma, que el día iba a traer sangre y muerte, por eso dio orden de que nadie saliese de los alrededores de la casona hasta que él lo dispusiera, pero buena parte de la gente que tenía a su servicio había partido con la madruga, antes de amanecer, hacia el campo. Solo quedaron en la casa la Tía Paca, sus dos hijos y un peón que se encargaban del mantenimiento del edificio y José que se había entretenido con el desayuno.
Los primeros rayos de luz aparecieron detrás de la sierra y con ellos un zumbido de voces y gritos acompañando a todo un grupo de sublevados moriscos del Valle de Lecrín. Corría el año 1569 cuando la Casa Grande del Padúl fue atacada al amanecer y tan solo seis personas pudieron refugiarse dentro del caserío antes de que los morisco aniquilaran a todo el que se encontraba fuera del recinto.
El ataque fue feroz y por sorpresa, solo dio tiempo a atrancar las puertas a cal y canto reforzandose con maderas y todo tipo de utensilios que sirvieron para soportar el continuo golpeteo de los sublevados.
José aterrorizado se fue detrás de Tía Paca hacia las plantas superiores donde ya se encontraban apostados el Viejo, los hijos y el peón, dando trabucazos a diestro y siniestro desde las ventanas.
El primer envite solo duró lo que el viejo tardó en dejar en la entrada de la casa a tres moros tiesos con la escopeta de caza, pero los enemigos se reorganizaron prestos a un segundo ataque.
Mientras el viejo recorría la casona para comprobar la seguridad del inmueble y da órdenes a los suyos de que recogieran toda la pólvora que exista en el almacén.
–– Vamos a vender caro nuestro pellejo. ––le pregona a los de la casa y mirando a José. ––Chaval mal época has venido al mundo, espero que seas valiente y no tengas miedo.
José le contesta.
––Señor… solo temo por mi padre, estaba con otra gente en la laguna.
––Seguro que ha podido escapar. –– Le tranquiliza el Viejo sabiendo para sus adentros que los moros conocen mejor el terreno que pisan y como en su juventud, esto no hacen prisioneros.
––Pero ahora necesito que tú seas nuestra salvación. Sal por la ventana de atrás que pega a la huerta y vete hasta Alhendín y pide ayuda a los cristianos que viven allí y procura que no te vean.
Dicho y hecho. En un abrir y cerrar de ojos el pequeño José se pierde entre la maleza y desaparece. La mirada de Tía Paca con el Viejo le obligó a dar una breve explicación.
–– Por lo menos él tiene una oportunidad de escapar ¿no...?
Las miradas se cruzan con tristeza pues saben que aquello es una ratonera y que tarde o temprano serán pasados a cuchillo, pero el Viejo no les va a dar esa satisfacción, no al menos este día.
La tarde estaba llegando a la Casa Grande y los ataques se sucedían en pequeñas escaramuzas. Son ocho los moros abatidos por Don Martín, se defendía bien el viejo León, cuando de pronto se oyeron cascos de caballo al trote. Los gritos de uno de los hijos desde la azotea puso de manifiesto la llegada de ayuda.
Al frente de la expedición y subido detrás de un jinete aparece José con la sonrisa de oreja a oreja. La hacienda estaba salvada por el valor de los moradores y un simple pastorcillo.
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