El día estaba señalado, el Sultán cumpliría con el ritual de recompensar el trabajo artesano que más le gustase de todos cuantos le presentaran el día de su cumpleaños. En tradición que ese día todos los maestros de las distintas artes de la ciudad mostraron al Sultán su buen hacer, reflejado en un trabajo excepcional, así pasarían a pertenecer a la élite de artistas escogidos para trabajar y la ciudad palatina de la Alhambra, sueño de cualquier maestro artesano. De ahí que durante un año entero trabajaron en la obra maestra, volcando toda su sabiduría y conocimiento en cada una de las distintas disciplinas de las Bellas Artes.
Cada artesano tenía en su taller aprendices y ayudantes que bajo su dirección, establecía la mejor forma para trabajar la madera, orfebrería, yeso, taracea, dibujo, cerámica y otras muchas más que eran el orgullo de la artesanía mazarí.
Abdul había nacido en el seno de una casta de alfareros de Jun, dedicados más a la elaboración de ladrillos para la construcción que a las artes plásticas; sus incursiones en la cerámica habían sido con más pena que gloria, con trabajos artesanos de mediocre factura, botijos, cazos, orzas, candiles y alguna que otra vajilla para las familias del pueblo. Este era el legado que Abdul había heredado de sus antepasados, pero él tenía otras inquietudes que su abuelo materno, Kaler, incansable viajero, supo descubrir.
Era kaler un hombre de mundo que después de recorrérselo en su juventud, se instaló en Jun donde le apodaron “el alquimista” por su pasión por los experimentos y exploración, sobre todo de los materiales a través del fuego. En él, encontraba Abdul el soporte para investigar nuevas formas de cocer la excelente arcilla que se extraía del suelo de Jun.
Su Padre siempre le echaba en cara lo poco que se dedicaba al negocio familiar, mientras pasaba horas y horas en la casa de su abuelo perdiendo el tiempo en experimentos que no conducían a ninguna parte. Pero él aprendió de ese misterioso viajero la transmutación de la materia, cómo hacer de un trozo de barro algo sublime y místico, de formas, dibujos y colores nunca antes realizadas y así surgió la pieza que este año el hijo del alfarero de Jun iba a presentar al Sultán, un plato con filigranas vegetales, geométricos y apabullantes con unos colores nunca antes vistos.
La mañana abrió radiante y el bullicio en la explanada de la Alhambra fue creciendo con la llegada de cada maestro, con su cohorte de aprendices para exponer su trabajo al Sultán. Uno tras otro fueron mostrando sus obras en los distintos campos, mientras que el Sultán se congratulaba de la excelente labor de los artesanos nazaríes. Llegó la hora de Abdul que, acompañado de su abuelo Kaler, se presentó ante el monarca.
-¿Y tú jovenzuelo, que puedes ofrecerme, sin cohorte de aprendices, ni maestro que te avale?
-Sólo puedo ofrecerte, mi señor, este humilde plato. -Dijo Abdul mientras lo desenvolvía con mucho primor de un paño de lino blanco. Todos los allí congregados se rieron del ofrecimiento.
-¿Todo un año para hacer un plato?-dijo uno- ¡Muchacho, por lo menos haber traído la vajilla completa! –soltó otro mientras todos reían de la ocurrencia.
Pero cuando Abdul, sacó el plato todos callaron y el sultán desde su real lugar le hizo señas para que se acercara y ver detenidamente la cerámica. Sus ojos se abrieron de par en par cuando lo tomó en sus manos; las extrañas filigranas y los colores eran de una belleza sublime, el azul cobalto y los reflejos dorados de la pieza dejaron mundos a todos.
¡Cómo había podido hacer aquel muchacho una pieza tan exquisita!El interés del sultán por aquella pieza levantó las envidias de los maestros alfareros que, aliados con un corrupto consejero del Sultán, sugirieron que aquella pieza no era obra del muchacho y que fuera castigado por su engaño, pero fue el abuelo quien habló esta vez:
Mi señor, yo puedo dar fe del trabajo del muchacho y si mis canas no son suficiente garantía, hacer que vuelva a fabricar otro para probar su inocencia.
El viejo Sultán miró al anciano y vio en él la humildad y honor de quien ha conocido los secretos del mundo.
-No hace falta, me fio de tu palabra, anciano.
Pero el consejero, espoleado por el dinero de los envidiosos alfareros, volvió a la carga contra el pobre Abdul.
-Mi señor, mi señor, ¿no prohíbe nuestra religión que se ponga oro en la mesa del creyente?... ¿Y no es oro lo que ese plato reluce o es que me engañan mis ojos? -Observando detenidamente el plato.
-¡Esto es una mofa y sacrilegio a nuestra fe, que Alá me destierre si eso que reluce no es oro! …¿Hemos de consentir tal infamia?
El revuelo que se formó fue tal que la guardia personal del sultán tuvo que intervenir para aplacar los ánimos. -Sí es cierto lo que dice mi consejero, vas a estar muchos años encadenado, extrayendo el oro del Cerro del Sol.
El abuelo volvió a intervenir:
-Si el consejero está tan seguro de ello, sólo nos queda por demostrar que mi nieto es leal al sultán y a la fe de Alá. Sólo una prueba podría salvar su destino.
¿Y qué sugieres, viejo? -Escupió el consejero.
-Sólo queda romper el plato y comprobar qué hay en su interior.
Fue el propio sultán el que puso reparos a la propuesta del abuelo, pues no deseaba destruir una pieza tan bella, pero no quedaba otro remedio para discernir la inocencia o culpabilidad del muchacho. La expectación que se había creado en torno al asunto crecía por momentos. De repente, el sultán se levantó y de un movimiento enérgico estrelló la pieza cerámica contra el suelo, rompiéndolo en siete trozos; después mandó llamar a su orfebre privado para el que examinará el material. El informe fue rotundo: “Allí no había ni una pizca del precioso metal, sólo barro con una pigmentación especial y cocido de forma distinta para sacar los bellos reflejos dorados. Es una fórmula desconocida, pero no es oro lo que reluce en la cerámica”.
El sultán fulminó a su consejero con la mirada; este intentó escabullirse pero la orden del monarca fue tajante:
-¡No será Alá el que te destierre, sino yo, pues en este mismo momento me he quedado sin la pieza de exquisita belleza, pero también de un consejero de mal agüero…! -¡Guardias, poned a es zángano en las puertas del reino y si vuelve por aquí no tengáis piedad con él…!
-Si su majestad me permite. –Dijo Kaler, -Si se ha perdido una pieza bella, no perdamos también unas buenas manos para trabajar; si vuestra majestad lo considera oportuno, este sabelotodo debería de trabajar en la extracción de oro de su excelencia, así aprenderá a pensar antes de rebuznar.
-Veo que también eres un buen consejero, abuelo, te ofrezco la vacante que queda libre en mi corte y con respecto al muchacho que hizo posible esta maravilla de cerámica, tengo grandes planes para él, los dos trabajaréis en la Alhambra.
Y cogiendo a Abdul del brazo, como si de un buen amigo se tratara, se retiraron hacia el patio de los Leones mientras el Sultán le comentaba:
-Tengo una idea que quisiera que la hicieras realidad sobre un gran jarrón con dos gacelas mirándose que…
Y así, la leyenda del secreto de la Loza Dorada quedó para siempre guardada en el corazón de Abdul y de sus descendientes, que dejaron en su legado
Por eso amigo lector, recuerda que: “No es oro todo lo que reluce”.
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