miércoles, 8 de agosto de 2018

El soldado (Niebla, Huelva)


En nuestra vecina ciudad de Niebla se conserva una hermosa tradición o leyenda que relaciona a un soldado de Niebla, Clodio Fabato, con la muerte del Redentor en el Gólgota, de la que, supuestamente, fue testigo presencial, como miembro del destacamento romano que ejecutó la sentencia. La leyenda nos ha llegado a través del que fuera párroco de Niebla, Don Cristóbal Jurado Carrillo.
Ya hemos tenido ocasión de demostrar que no puede ser anterior a 1634, fecha de la publicación de la obra de Rodrigo Caro, Antigüedades y principado de la ilustrísima ciudad de Sevilla y chorografía de su convento jurídico, obra en la que se relaciona el texto de la inscripción de Fabato, de Niebla, fechable en los primeros decenios del siglo II, con un texto dedicado por Julia Marcela a Clodio Fabato, su marido, existente en Rignano, Italia.
Debe, pues, tratarse de una composición culta, obra de un erudito conocedor de la Chorografía de Rodrigo Caro, y con conocimiento de la cultura romana clásica, tal vez el notario público Don Jerónimo de la Fuente, del último tercio del siglo XVIII, o el notario Don Alonso Avendaño de Contreras, de principios del siglo XIX. En cuanto a su paradero, Ortiz Muñoz recoge la información de que el original, en pergamino, fue regalado a Castelar en 1869.
La bella y sugestiva carta, que habría sido escrita en Judea por el decurión Clodio Fabato, el día primero de Abril del año 79 del Calendario Juliano, 33 de nuestra Era, va dirigida a su querida Julia Marcela, en Ilípula, Niebla. Dice así:
"A Julia Marcela: en Ilípula: salud:
Carísima: Te escribo desde Judea, como Decurión de las legiones del Pretor Poncio Pilatos, para narrarte uno de los sucesos más singulares, que he visto en la vida de las milicias.
He sido testigo con mi Decuria, la de Léntulo y otras, del suplicio en la ciudad de Jerusalén de un tal Jossua, galileo, enviado de Dios, que se titulaba rey de Judea, y que, según la gente, daba vista a los ciegos, hacía andar a los paralíticos y tullidos, curaba a los enfermos sin medicinas de hierbas, arrojaba a los malos espíritus del cuerpo de los posesos, y y resucitaba a los muertos; siendo aborrecido por todo esto de los escribas y sacerdotes.
Condenado al fin como sedicioso por el Sanedrín de la ciudad, con su presidente Caifás, y además por el Prefecto Pilatos, en nombre del César, a la muerte de cruz, fue ajusticiado en la cumbre del Gólgota entre dos ladrones, Dimas y Gestas.
Los lictores y soldados le crucificaron desnudo como de costumbre y le fijaron con cuatro clavos; colocándole en la cabeza corona de zarzas, por ser rey falso; y sobre la cruz, una tabla en griego, hebreo y latín que decía: Jossua de Nazaret, rey de los judíos.
La túnica del profeta cayó en suerte, al soldado Pontino de la Decuria de Máximo, que después vendió al sacerdote Helkías, que presenciaba, en nombre del Sanedrín, la ejecución de la sentencia.
Josssua era de cuerpo mediano, de color moreno sonrosado y semblante sereno y humilde. Su carácter bondadoso estaba realzado por poblada y sedosa barba, que caía dividida sobre el pecho, ojos de cielo y grande cabellera que, formando rizadas trenzas o guedejas, descansaba sobre sus hombros.
En los momentos de su muerte la borrasca, que se cernía próxima, se desencadenó en furiosa tempestad sobre toda Judea. Sobrevino la noche inesperadamente por un eclipse de sol, y la tierra temblaba bajo nuestros pies. Los curiosos huyeron amedrantados a sus casas, y sólo nos quedamos para custodiar a los reos, ya muertos, por la lanzada de Longinos, los soldados de dos Decurias, a las órdenes de Léntulo y mías. Y no muy lejos de nosotros estaba la madre de Jossua y algunos parientes.
Descolgado Jossua de la cruz, al día siguiente de Venus, la Pascua judáica, por algunos jueces ancianos del Sanedrín, amigos suyos, custodiamos su cuerpo en un sepulcro cavado en piedra; pero al día siguiente, de madrugada, entre poderosas luces, como de rayos de tempestad, que nos aterraron a todos, desapareció de la tumba.
Verdaderamente, este rey de judíos, según la opinión de muchos, era el Dios del empíreo o Hijo suyo o gran profeta entre la nación de los hebreos.
Tal impresión ha causado en mí este suceso que, desde entonces, quiero dejar de pertenecer a las legiones del César; y pronto, los dioses lo permitan, seré en tu compañía.
El cuatrirreme, Cayo, que va a esa con las naves por metales, te dará esta epístola.

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