PARA LOS MORADORES de la localidad sevillana de Pruna, el 22 de junio de 1916 fue uno de los días más aciagos que contemplan los anales de su historia. Era jueves y se celebraba la festividad del Corpus Christi. Ese día, la normal tranquilidad de que gozaban los vecinos a diario se vio rota por un acontecimiento que nadie esperaba. El hecho que tuvo lugar conmocionó a los lugareños de tal manera que, todavía hoy, casi un siglo después, se sigue recordando como uno de los sucesos más horrendos que pueden ocurrir. Horrendo... Personalmente, no podría yo darle otro calificativo, después de conocer los cruentos pormenores de lo ocurrido por boca de familiares de la víctima. Paso a comentar el suceso a que me refiero.
María López, una pruneña de 19 años, era un encanto de muchacha, según todos los testimonios que he podido recabar. Quiso el destino que fijase en ella su interés y la pretendiese un joven del pueblo cuyo nombre no ha querido nadie decirme, ya sea porque el solo hecho de pronunciarlo les produce escalofríos, ya porque tienen el firme propósito de no evocarlo jamás. Sí me han dicho que le apodaban ‘el Caganíos’.
Desde un comienzo, los padres de María no vieron con buenos ojos que su hija, a la que adoraban por ser una buena chica, saliese ni siquiera en plan de amistad con una persona que tenía fama de violenta, de lo que, incluso, él se jactaba y hacía alardes en sus círculos más próximos. Sin embargo, María le permitió salir en su compañía unos cuantos días. Todos los vecinos han coincidido en afirmar que si la joven salía con tal persona no fue porque le correspondiese sentimentalmente o abrigase la posibilidad de hacerlo, sino quizás por miedo a una explosión de su mal carácter en medio de la calle y a la vista de todos.
A comienzos de junio de ese año, parece ser que ‘el Caganíos’, muy enfurecido, echó en cara a la joven haber conversado unos días antes con otro vecino también joven y soltero. Este acto de celos injustificados propició la ocasión de que María se propusiese un alejamiento de aquel pretendiente. La joven le dejó bien claro que ella no le correspondía en sus sentimientos, por lo que aquellos paseos en compañía debían acabarse por completo, cosa que ‘el Caganíos’ no admitió; es más, le advirtió que no estaba dispuesto a consentir verla ni una sola vez más con aquel otro. Desgraciadamente, la advertencia de aquel pretendiente, que se creía desdeñado y despreciado por otro, escondía una amenaza de muerte.
María salió aquella tarde del jueves en compañía de Josefa Real, una de sus amigas, para darse unas vueltas por el paseo. El ambiente festivo del día invitaba a ello y las calles estaban bastante concurridas. Las demás no quisieron salir posiblemente por no fiarse del despechado joven, cuyas amenazas ya pululaban entre los mozos del pueblo. Sin embargo, ella, confiada, decía en tono jocoso: «Perro ladrador, poco mordedor».
Iba guapísima ese día con su vestido blanco, y, nada más llegar al paseo, se les acercaron dos amigos: uno de ellos era Juan Parra, novio de Josefa, y el otro, el joven con quien María había charlado unos días antes, y los cuatro empezaron a caminar charlando animadamente.
No le faltó detalle al brutal hecho. Incluso he de resaltar la premeditación y la alevosía puestas de manifiesto por la mente criminal de aquella alimaña, al llevar la pistola ya preparada y el comentario que hizo antes a uno de sus amigos al verla vestida de blanco y acompañada de otro chico: «¿Ves aquella paloma blanca? Pues le queda muy poco que volar. Y conste que yo se lo había advertido: como te vea con ... [nombre del acompañante], no la cuentas».
Dicho y hecho. Sin dejar siquiera un mínimo de tiempo para reaccionar al confidente, corrió ‘el Caganíos’ hacia el grupo, se emparejó con ellos a su paso por la calle Muñoz y le dijo a la muchacha: «Ya estoy aquí», a lo que ella respondió: «Pues ya te puedes ir, porque yo me voy para mi casa». No había hecho más que pronunciar la última palabra cuando aquel loco despechado descerrajó un tiro en la nuca de la chica, causándole la muerte de inmediato.
Juan, el novio de la amiga, gritó pidiendo ayuda, pero no acudió nadie. Entonces, llevó el cuerpo sangrante de la joven a casa de la familia Reguera, que quedaba próxima al sitio del suceso. Los Reguera quedaron horrorizados ante el estado que presentaba la joven asesinada. Y como allí no se podía hacer nada, a fin de no perder más tiempo, decidieron llevarla a su casa, adonde la trasladó Juan en brazos. Enseguida llamaron al médico, pero ya era tarde: nada se podía hacer por aquella inocente muchacha.
Cuando las gentes se refieren al juicio que tuvo lugar a consecuencia del suceso, cuentan que el juez se dirigió al padre y le preguntó: «¿Qué quiere usted para el asesino?», y que éste respondió: «¡La muerte!». Pero como el magistrado lo puso sobre aviso de la imposibilidad de su demanda, ya que, por suerte para el criminal, la pena de muerte no estaba establecida, el dolorido anciano le pidió encarecidamente: «Que no vea nunca el sol».
‘El Caganíos’ fue condenado a cadena perpetua y trasladado al penal de Figueras para cumplir la pena. Se dice que, estando allí encarcelado, dio muerte a un recluso. Salvo que no volvió a salir jamás de aquella penitenciaría, donde murió con el paso del tiempo, de esta bestia sanguinaria nada más se supo ni quiso saberse en el pueblo.
Y por Pruna, aún circula entre sus gentes unos versos que bien pudieron haberle servido como epitafio a la desdichada joven:
«Descansa en paz, María López,
que, por tan horrible muerte,
Dios te llevará con Él
y te lloraremos siempre.»
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