miércoles, 15 de mayo de 2019

Leyenda (Alicún de Ortega, Granada)

Al noroeste de Granada y lindando con la provincia de Jaén se encuentra enclavada Alicún de Ortega, una de las poblaciones más antiguas e históricas de la provincia. Fue Fulugía ibera, Acatucci romana y con los visigodos pasó a llamarse Agatugía, que los árabes llamaron Al-liqún dando así origen a su actual nombre. Los restos arqueológicos más antiguos se localizan en el poblado de Piedras Bermejas y datan del Neolítico. En la época romana la población formaba parte del itinerario que unía la francesa localidad de Arlés con Cástulo (Linares). A partir del s. VIII los musulmanes se instalaron en la zona y Alicún de Ortega fue ganando importancia al ocupar una zona fronteriza entre los reinos cristiano y musulmán. Su reconquista llegó de la mano de los Reyes Católicos tras el intento fallido del infante Don Pedro Ortega Fernández en la batalla de Piedras Bermejas en 1316.
Acompañado de Joaquín Correal, policía local de la villa y gran conocedor de su pueblo, fui descubriendo una urbe llena de encanto. La Iglesia de la Anunciación conserva parte de su artesonado mudéjar; en la ermita de San Roque está la imagen del patrón de la villa y hay restos de una fortaleza musulmana enclavada en un nido de águilas en las proximidades del pueblo, que hicieron las delicias de este viajero. Además, sus espacios naturales están llenos de contrastes. Fue alrededor de un molinito granítico con unas enigmáticas marcas cinceladas de forma rudimentaria donde Joaquín me contó la siguiente historia:
En la época romana la población formaba parte del itinerario que unía la francesa localidad de Arlés con Cástulo
Ocurrió a principios del siglo pasado cuando el joven ingeniero de minas señor Fleming llegó a Alicún de Ortega procedente de Escocia buscando las posibilidades mineras de estas áridas y desérticas tierras que tan buen resultado dieron en la comarca del Marquesado. Hombre de rostro pecoso y pelo rojo con ojos de un azul intenso, fue rápidamente bautizado por la gente del pueblo como el "Tío Fermín". De exquisitas maneras y amplia cultura, al poco tiempo de asentarse en el lugar fue ganando la confianza del pueblo y de los zagales, con los que siempre estaba de bromas.
Un buen día, cuando estaba arreglando los instrumentos de medición, cerca de la ermita de San Roque, vio salir de la pequeña capilla a una joven de ojos negros que lo miró un momento, el suficiente para adueñarse de su corazón, quedando prendado de aquella belleza andaluza. La muchacha iba cogida del brazo de la que parecía su madre, alejándose ambas con pasos alegres hacia la calle Zacatín arriba. El pobre "Tío Fermín" estaba con la boca abierta y la baba caída cuando, de pronto, ella se giró y le lanzó un guiño acompañado de una gran sonrisa. Su corazón se desbocó como un galgo conejero, columbrando la posibilidad de poder mantener una conversación con ella la próxima vez que se vieran.
En los días siguientes, el joven se apostó en las inmediaciones de la ermita, rogando a San Roque que intercediera por él en el corazón de la muchacha. Al tercer día la joven alicunera regresó con un fresco ramo de rosas blancas para el patrón de la villa. "Tío Fermín" se acercó a ella y en un chapurreado castellano le preguntó su nombre. La joven le miró a los ojos y tocándole el pelo rojo le preguntó el suyo, deteniéndose el tiempo entre ellos. Desde aquel momento los dos supieron que estaban hechos el uno para el otro. Sin embargo, corta fue la felicidad que compartieron, pues por aquel entonces unos pastores que practicaban la trashumancia desde la meseta de Castilla hasta Andalucía, se dejaban caer por el pueblo año tras año. El hijo de uno de aquellos pastores se enamoró también perdidamente de la joven, ofreciéndole el oro y el moro si se casaba con él. Pero su corazón ya estaba entregado al joven escocés, rechazando la propuesta.
No le sentó bien el desprecio y jurando venganza a su agravio ideó un plan para vengarse traicioneramente de la joven. Así, un domingo de Cuaresma, a la salida de la iglesia, le rogó que le acompañara cerca de Piedras Bermejas, donde tenía el rebaño, con la excusa de regalarle una bonita colcha de pura lana virgen para su ajuar y cerca del lugar le asestó con premeditación y felonía tres puñaladas, dejándola herida de muerte en el camino. Quiso el destino que "Tío Fermín" estuviera cerca del lugar visitando las ruinas del castillo y viendo lo acontecido, como un loco fue en auxilio de su amada agonizante, a la que solo pudo susurrarle, entre lagrimas de dolor, una promesa:
- Te juro, vida mía, por el Cristo Crucificado, que si en vida no ha podido ser, sí que estaremos juntos en sendas tumbas por toda la eternidad.
Desde ese momento, todas las semanas, un ramo de rosas blancas yacían junto a su amada, enterrada en el cementerio viejo. Dicen los vecinos del pueblo que "Tío Fermín" nunca volvió a enamorarse y que se entregó a una vida sencilla y apacible, ganándose el cariño de las buenas gentes de estas tierras de los Montes Orientales con su buen hacer. Pasaron los años y, ya viejo, "Tío Fermín" comenzó en su huerto la construcción, con sus propias manos, de una pequeña capilla sobre un gran peñasco, que labró a base de cincel y martillo, esculpiendo su propia tumba en roca viva, con la exquisitez del que lleva en su alma el profundo misterio de una promesa.
Cuando falleció, todo el pueblo acudió al entierro en la pequeña capilla de su huerto y al abrir la puerta, todos enmudecieron sorprendidos al observar otra tumba con un ramo fresco de rosas blancas. Nadie preguntó. Todos sabían que la promesa, al fin, sería cumplida.

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