Esta es la historia de María Antúnez, mujer que el
escritor describe como caprichosa y que siempre deseaba llevar las mejores
prendas y joyas para llamar la atención entre los vecinos de la ciudad de
Toledo. Cuentan que su enamorado, Don Pedro Alfonso de Orellana, se la encontró
llorando una tarde. Ella le confesó que, habiendo estado en el templo, donde se
celebraba la festividad de la Virgen, se había enamorado, más que de la belleza
que la imagen desprendía, de la ajorca que la Virgen lucía en su brazo. Ante esto,
y para complacer a su enamorada, Don Pedro no tuvo más remedio que ceder a la
petición de su enamorada, de que entrara en la catedral a robar tan preciada
joya y se la regalara. Cuenta Bécquer que, cuando aprovechando el silencio y la
oscuridad que le regalaba la ciudad, se adentró entre los muros del edificio.
Caminando por las inmensas naves, temeroso de
las sombras que proyectaban los pocos cirios encendidos y que parecían
seguirle, al fin llegó ante la imagen de la Virgen del Sagrario. Valiéndose de fuerza
y valentía, pero al mismo tiempo temeroso por lo que iba a hacer, logró
colocarse a su altura y, estirando el brazo, logró arrebatarla tan ansiado
brazalete. El problema vino después. Cuando se giró para salir corriendo de la
catedral con su objetivo cumplido, todas las estatuas, con sus ropajes, se
habían bajado de sus peanas y lo rodeaban, junto con los esqueletos procedentes
de la cripta. Todos querían evitar tan malvada fechoría. A la mañana siguiente,
cuando abrieron el templo, se encontraron a Don Pedro, tirado en el suelo,
completamente enloquecido y gritando: ¡suya es!, al mismo tiempo que alzaba con
la mano el brazalete de oro.
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