En
los primeros años del siglo XIII, existía (y existe) en Pedraza, provincia de
Segovia, un formidable y suntuoso castillo, de anchos muros, flanqueado de
altas torres almenadas y rodeado de un foso, que hacían de él una fortaleza
inexpugnable. Lo habitaba el noble Sancho de Ridaura, guerrero y señor generoso
a quien idolatraban todos sus vasallos.
En
una aldea de sus dominios vivía una humilde muchacha, de gran belleza, hija de
unos pobres colonos, y en una casa próxima habitaba un joven labrador,
trabajador y honrado, que estaba enamorado desde niño de la muchacha. Juntos
habían crecido, confundiendo sus juegos y sus risas con un profundo e
invariable amor.
El
señor del castillo vio un día a la muchacha, y quedó ciegamente prendado de
tanta hermosura, tanto fue así que valiéndose de sus derechos feudales la hizo
su esposa, elevándola de su humilde condición a rango de noble castellana.
Destrozado
quedó el corazón del joven al tener que renunciar a su amor, en su condición de
siervo no podía disputársela a su señor, y como no encontraba consuelo humano,
fue a ocultar su dolor en la dulce paz de un monasterio. Allí se entregó a la
oración y con el amor de Dios fue cicatrizando suavemente su herida.
Pasó
el tiempo, y los nobles castellanos vivían felices. Pero habiendo muerto el
capellán del castillo, el cristiano señor pidió al
cercano monasterio que le enviara al monje más virtuoso de todos
ellos, para reemplazar en sus funciones al fallecido sacerdote. El abad eligió
de entre todos los frailes, como el más humilde y devoto, al antiguo adorador
de la bella doncella, y le envió sin saberlo junto a ella. Confusa quedó la
misma al reconocer al nuevo capellán, aquel muchacho de sus juegos infantiles,
por el cual sintió un profundo amor y que ahora tendría que vivir con ellos
entre los muros de la fortaleza. Presintiendo el peligro que supondría el
volver a renacer aquellos sentimientos, procuraba evitarle en todo momento. El
por su parte, hacía lo propio y acallaba sus sentimientos con rezos y fuertes
disciplinas.
Ocurrió
entonces la invasión de los almohades, y Alfonso VIII organizó rápidamente la
defensa de Castilla, con la ayuda de los reinos vecinos y la cooperación de los
nobles castellanos, que abandonaron sus dominios y acudieron con sus tropas al
auxilio de la parte de España que tras cientos de años habían logrado
reconquistar.
Partió
al mismo tiempo el noble castellano del castillo de Pedraza, que al frente de
sus huestes se distinguió por su heroísmo en todas las batallas contra los
moros, y se llenó de gloria en la de las Navas de Tolosa, donde los cristianos
rompieron las cadenas de la tienda que protegía al dirigente musulmán e
infringieron una gran derrota a los invasores, estas cadenas se conservaron
desde entonces grabadas en el escudo de España, son las cadenas de Navarra,
puesto que fue el rey de este reino el que las rompió.
Cubierto
de gloria, regresó el caballero a su castillo, todos los vasallos acudieron en
masa para aclamar al guerrero victorioso y rendirle homenaje.
En
el umbral, rodeada de sus servidores, esperaba su esposa. El señor, después de
saludar agradecido a sus siervos, atravesó el puente levadizo y radiante de
gozo fue a abrazar a su esposa, que turbada se desmayó entre sus brazos.
Pensativo
y confuso quedó el caballero ante la extraña actitud de su esposa, e intentó de
informarse por uno de sus más antiguos criados. Supo por él que la intachable
fidelidad de su esposa, durante su ausencia había sido al final empañada por su
inextinguible amor por el fraile.
Al
día siguiente, reinaba en el castillo un gran bullicio, el caballero recibía
con fingida alegría las visitas de otros nobles que acudían para darle la
bienvenida. Para celebrar el triunfo se preparó una gran cena, al banquete
estaban invitados todos los nobles del reino.
Llegado
el momento, se sentaron a la mesa todos los comensales presididos por el señor
y su esposa. Al final el ilustre guerrero, con voz elocuente, manifestó que iba
a otorgar ante todo el premio merecido a los servicios excepcionales que en su
ausencia se habían prestado.
El
señor dio orden a sus servidores de que le trajeran una corona. Al momento
entraron dos vasallos vestidos con brillantes armaduras, llevando sobre una
enorme bandeja de plata una corona de hierro, cuya parte inferior estaba
erizada de púas enrojecidas al fuego. Los dos hombres se acercaron con ella al
fraile, y el caballero calzándose unos guantes de acero, colocó él mismo la
corona sobre la cabeza del fraile mientras decía:
-La
recompensa por tus servicios.
El
fraile, tras agónicos gritos de dolor cayó al suelo. Quiso luego el caballero
dirigirse hacia su esposa pero ésta había desaparecido. Salieron en su busca y
la encontraron en sus aposentos con el corazón traspasado por una daga.
Los
siglos pasaron y el castillo se abandonó hace mucho tiempo, pero aún hoy en día
las gentes de aquella comarca afirman que cierta noche del año en el ruinoso
castillo dos extrañas figuras resplandecientes coronadas por una orla de fuego
pasean por las derruidas almenas, siempre juntas a pesar de su dolor.
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