Cuenta
la leyenda que junto a la Sierra de Dueña, entre encinas y robles, entre ganado
bravo, cercas y charcas, un pastor encontró en el hueco de una encina la imagen
de un Cristo (no estaría de más, por su interés botánico, encontrar tal
ejemplar de encina capaz de albergar en un “hueco de su tronco” semejante
estatua). Lo dicho: que la talla era de tal proporción que el pastorcillo no pudo
sacarla, por lo que decidió llamar a unos labradores de la zona para poder
transportarla hasta Llen (este lugar, hoy día anejo al término municipal de Las
Veguillas, era antaño principal núcleo de población de la zona incluso con un
palacio).
Tras
ser colocada en un carro con bueyes, al pasar por la dehesa de Cabrera, los
animales se detuvieron en seco. No pudieron avanzar más. Cual pesados
berruecos, los animales de carga permanecían “misteriosamente” anclados a la
tierra a pesar de los incansables esfuerzos de los campesinos por moverlos.
Hastiados de baldíos intentos, la fatiga despejó sus mentes para comprender que
el Cristo no deseaba otra cosa que permanecer allí por el resto de la
eternidad. Así surgió la ermita de Cabrera para rendirle culto.
La
historia la difundieron el cierzo y el sur como un reguero de pólvora. Tal es
así que durante décadas un ermitaño permaneció junto al santuario, recibiendo
limosnas de hasta 180 reales, una vivienda que a la vez era hospedería de
peregrinos que, intrigados por la milagrosa imagen, acudían en masa sin cesar.
Su fama trascendió fronteras y el Cristo de Cabrera comenzó a recibir
innumerables visitas en busca de una ayuda celestial para aquellos problemas a
los que el hombre no halla solución en la racionalidad terrenal. Miles de
personas buscaban amparo en esta majestuosa talla de vastas proporciones y
algunos deseos debieron ser concedidos porque el flujo de peregrinos se
multiplicaba cual panes y peces, igual que las alhajas que en ofrenda se
depositaban a sus pies. Las romerías eran cada vez más tumultuosas, con
celebración de capeas de toros en la plaza cercana a la ermita, llegando en el
siglo XVIII a un total de 138 toros, 51 novillos, ocho vacas y una novilla.
El
Cristo de Cabrera ha tenido oportunidades de sobra para demostrar su querencia
por el prado de Las Veguillas. Durante la Guerra de la Independencia los
franceses saquearon el lugar en su huida despavorida tras la Batalla de Los
Arapiles en octubre de 1812. Varios grupos de soldados napoleónicos robaron
provisiones y dinero de la iglesia de Las Veguillas, y lo mismo hicieron en
Cabrera, de donde se llevaron sesenta reales y treinta maravedíes. Tal
exactitud monetaria no deja atisbo a la duda de que lo que ocurrió aquellos
días fue tan verdad como cualquier otra: los franceses, cuando se marchaban con
el botín, repararon en el Cristo, que los espiaba, seguramente con su mirada
románica pero recriminatoria. Imponente. Cuentan los más viejos del lugar que
los soldados intentaron quemar la talla una y mil veces, pero la madera no
ardió. La prendieron de todas las maneras posibles. Pero nada. La llama se
apagaba al instante. Asombrados y atemorizados, los franceses corrieron como
alma que lleva el diablo y no regresaron jamás. Eso sí, con sus sesenta reales
y treinta maravedíes en las talegas.
Todavía
hoy se pueden apreciar las huellas de tamaña tropelía en los pies negros de la
imagen
La
ermita, una pequeña y sencilla construcción encalada en blanco, quedó asolada.
Pero dos años después, en 1814, se recompuso, una obra que costó más de 3.500
reales; se retomaron los acontecimientos taurinos y la romería del Cristo de
Cabrera se transformó en lo que hoy es una de las manifestaciones religiosas
más importantes de la provincia.
Más
de un siglo después, en plena Guerra Civil, se intentó dar traslado a la imagen
pero las ruedas de los carros, como antaño, se hundían en la tierra y los
bueyes se negaban a caminar.
Según
la creencia popular el Cristo de Cabrera nunca pudo ser sacado de los
alrededores del santuario; los mayores, aún hoy, narran a la fresca la tozudez
de los bueyes contra las malas intenciones de los hombres. Aún así la iglesia y
su entorno no existirían hoy como tales de no ser por la devoción popular y el
tesón de los fieles al Cristo que en ella se venera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario