En
el oeste de la provincia de Salamanca, allá donde el tiempo parece haberse
quedado anclado para siempre, donde los pueblos envejecen sin remedio,
sobreviven al calor de la chimenea invernal y el fresco estival las más
increíbles historias transmitidas de generación en generación. En una zona cuya
ortografía invita al misticismo, conocida antaño por los lugareños como el
mismísimo fin del mundo, la naturaleza es el elemento vertebrador de casi todos
sus mitos, sobre todo el agua. Su transcurrir por el Duero, el Tormes o el
Águeda, entre otros muchos ríos y afluentes, genera una peculiar silueta de
altibajos no aptos para el ser humano de hace siglos. No es de extrañar, por
tanto, que estos parajes provocaran el surgimiento de relatos que infundían
asombro entre los lugareños.
Cuenta
la leyenda que había una vez en Peñaparda, en el suroeste de lo que hoy es la
provincia de Salamanca, cerca del límite con Portugal y Cáceres, un lugareño
con una importante piara que mantenía a toda su familia. Sin embargo, de la
noche a la mañana, los animales fueron enfermando uno tras otro. Sin motivo
aparente, iban cayendo. Aunque no morían, quedaban prácticamente inservibles
para continuar la especie, debiendo ser rápidamente sacrificados.
El
dueño no acertaba a comprender qué ocurría. Por eso, recurrió al más allá.
Imploró a los cielos que su piara sanara, pero nada. Las enfermedades
continuabas. Incluso recurrió a la hechicería y todo tipo de ungüentos
naturales. Pero tampoco. Desesperado, se propuso dar su último paseo con su
cerda favorita, la que más beneficios le había proporcionado, aquejada ahora de
lo que parecía un reúma.
Hombre
y animal deambularon hasta llegar a una pequeña laguna. La torrencial lluvia
caída días antes había propiciado la abundante presencia de agua que, mezclada
con la tierra, había convertido al lugar en una especie de lodazal. La cerda se
sintió como en casa y se metió de lleno. Después de varios minutos, el animal
regresó junto a su dueño. Pero, para sorpresa del hombre, caminaba sin problema
alguno. No podía ser. ¿Acaso eran los efectos relajantes del agua? Pero sí, la
cerda volvió a ser la misma de siempre. El reuma se había curado.
Era un milagro. ¿O más bien una charca milagrosa? El hombre decidió hacer
lo propio con el resto de la piara que aún le quedaba, y uno tras otro los
animales fueron sanados.
Asombrado
por lo acontecido, el hombre acudió al pueblo a comunicar a sus vecinos el
milagro. Desde entonces, en Peñaparda se conoce a este lugar como el Charco de
la Marrana, al que continuamente acuden personas aquejadas de alguna
enfermedad, principalmente de reúma, en busca de curación. Así, se rebozan en
el fango, como hiciera la cerca que da nombre al paraje. Y cuentan los más
viejos del lugar que muchos enfermos jamás volvieron a padecer el mal con el
que llegaron.
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