En
Octubre de 1977 un niño de Tordesillas, Martín Rodríguez, tras regresar del
colegio, fue con sus amigos a jugar al bote de la malla, una clase
de escondite muy practicado en la España rural.
Martín
y su amigo Fernando salieron a buscar un lugar donde esconderse. Sin darse
cuenta se alejaron de la barrida de San Vicente, entrando en un vetusto
corral abandonado situado en la cuneta de la nacional 122. Los niños indecisos
empezaron a dar vueltas al viejo edificio buscando el lugar más adecuado para
esconderse. Como entretenimiento, comenzaron a lanzar piedras sobre el derruido
tejado del pajar. Una de ellas cae por uno de los agujeros y produce un sonido
nunca antes escuchado por ellos. Un estruendo metálico rompe el silencio del
lugar. Los pequeños se miran. No pueden resistir la curiosidad.
Los
niños comenzaron a ver una misteriosa luz que irradiaba esa parte del corral.
Alzaron la cabeza y presenciaron una enorme lágrima lumínica de aspecto
metalizado apoyada en tres anchas patas, similares a vigas, se posaba a tan
sólo unos metros de ellos. Aquella especie de nave desprendía luces de diversos
colores que, en medio de aquel solitario corralillo, proporcionaba una escena
poco menos que increíble. Fernando se asustó. Martín en cambio se quedó
fascinado.
Aquello,
fuera lo que fuese, debía tener cerca de tres metros de altura por dos de
ancho. Emitía un sonido similar al de un avión cuando está en tierra presto
para despegar. El extraño objeto con forma de pera les recordaba a los
capirotes que llevan los fieles en las procesiones de Semana Santa.
En
esos instantes de asombro, algo ocurre. El sonido que emitía la nave se
intensificó como si estuviera cogiendo potencia. De repente, de las entrañas
del artilugio manó un potente haz de luz que impactó de lleno en el abdomen de
Martín. Martín se retuerce, le quema, le abrasa. Comienza a sudar, su tez se
torna amarillenta, se debilita tanto que apenas oye los gritos de Fernando, su
amigo del alma, que presencia la brutal agresión inmovilizado por el horror. El
rayo se seguía cebando con el pequeño. Con las pupilas dilatadas y un aspecto
cetrino, Martín se desplomó. La irradiación se cortó y el extraño objeto
terminó por elevarse hasta perderse en el negro firmamento.
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