Existió una señora
condesa, viuda y con un solo hijo, al que adoraba.
Vivían los dos en
el castillo
de Benavente, administrando y cuidando sus tierras muy
justamente.
El joven conde, que
contaba con 19 años, era muy aficionado a los toros, siendo un excelente
garrochista, que según cuentan, era una afición muy practicada en los nobles de
aquella época, ya que solo ellos podían desempeñar esta función.
Los plebellos y sirvientes
se ocupaban del capote que utilizaban solo para colocar el toro en situación o
intervenir en caso de peligro.
Según parece, el joven
conde, apuesto y gallardo como ninguno, solicitó permiso a su señora madre para
asistir y participar en la lidia de toros que, en honor a un alto personaje de
la corte de Castilla, tendría lugar en la dehesa del Pinar, a corta distancia
de la villa.
Con maestría y gallardía
lanceó y mató a su primer enemigo, ganándose los aplausos y tiernas miradas de
las doncellas mientras los caballeros envidiaban su maestría pero cuando le
tocó el turno de lancear su último toro, un ejemplar de bella estampa, le
resultó huidizo y de malas intenciones.
Todo ocurrió con la
rapidez; el toro atacó al caballo primero, derribándolo y con gran violencia,
arremetió ferozmente contra el indefenso conde, produciéndole mortales
cornadas, sin dar tiempo a que las coloradas capas manejadas por diestros
peones pudieran hacer el debido y salvador quite. Todo fue inútil; el inusitado
condesito yacía roto y desangrado sobre la arena del ruedo…
La señora condesa pálida,
sin proferir ningún grito ni derramar una lágrima, ordenó que, después del
entierro se reuniesen en la plaza del castillo todos los caballeros y
servidores de su feudo para, desde allí, trasladarse a la dehesa del marqués
del Pinar y apresar al toro causante de la muerte de su hijo.
Le amarraron por los
cuernos con una larga y pesada maroma y, como castigo, le hicieron recorrer las
calles de la villa, apuntillándole.
Más tarde, la señora
condesa “decretó” que todos los años en las vísperas del Corpus, se corriese
por las calles y plazas de la villa Benavente un “toro enmaromado”, dándole
muerte como castigo a perpetuidad de aquel otro que mató a su único y
queridísimo hijo.
Se cuenta que, al poco
tiempo, la condesa murió de pena, y que en ciertas noches de luna aún se
la oye llorar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario