Cuenta
cómo en el año 1550 los vecinos de la calle Esgueva vivían atemorizados por la
desaparición de un niño de nueve años y los ruidos extraños y llantos que se
escuchaban desde el sótano de la casa de un joven portugués, Andrés de Proaza,
estudiante de la Facultad de Medicina de la Universidad de Valladolid. Las
sospechas del vecindario y las aguas del Esgueva teñidas de sangre llevaron a
la policía hasta la vivienda del estudiante, en la que encontraron, entre
restos de perros y gatos, el cuerpo del niño perdido.
De
aquella historia todavía hoy quedan dos rastros. Uno, el llamado Sillón del
Diablo (hoy situado en el Museo de Valladolid), en el que Proaza se sentaba
para comunicarse con Lucifer y llevar a cabo sus fechorías. Y dos, un local en
el sótano de la calle de Esgueva, número 16, que bajo el nombre de El Niño
Perdido ofrece coctelería con personalidad propia. Pero no te asustes, aquí no
queda huella de aquella oscura leyenda.
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