H oy en día nos cuesta entender el deshonor provocado por doña Catalina cuando rechazó al noble con quien le había prometido su familia. Esta cordobesa de alta alcurnia tampoco imaginaba entonces las terribles consecuencias que tendría su decisión, pues su familia, para la que el honor era lo principal, planeó como venganza arrojarla al pozo más profundo que se conocía entonces: la Sima de Cabra. Esta fosa, situada en la falda del Picacho de la Sierra de Cabra y en el entorno del Parque Natural de las Sierras Subbéticas, posee una anchura de sólo 20 metros y una profundidad de casi 120, lo que la convierte en uno de los accidentes orográficos más peculiares de toda la península. Además, en el siglo XVII se convertiría en escenario cervantino, al aparecer tanto en la segunda parte del Quijote como en otra obra anterior de don Miguel. Para consumar su venganza, el hermano de doña Catalina ideó un viaje familiar urgente a Málaga. Y tres días después, la caravana de coches de caballos paraba a descansar en las Sierras Subbéticas. Con la excusa de observar desde arriba la curiosa fosa, los familiares y criados que acompañaban a la desobediente señora se aproximaron al borde de la sima, y cuando ella hizo lo propio, su hermano la precipitó al abismo de un fuerte empujón. La venganza estaba consumada, pues sabían que allí nadie la encontraría jamás. Los pastores de la zona creían que se trataba de una «boca» del infierno, por lo que si alguien escuchaba gritos provenir de su interior, pronto huiría pensando que los emitían los mismísimos demonios del averno.
Los familiares recogieron el campamento y regresaron a Córdoba, sin sospechar que doña Catalina había sobrevivido a la caída. Enganchada entre las ramas de los arbustos trató de pedir auxilio sin éxito. Pero cuando los rayos del sol comenzaban a pintar el Picacho de tonos anaranjados, pasó por allí un caballero cordobés llamado Sebastián de Alcudia. Se trataba de un forajido que varios días antes, durante una borrachera, acabó atravesando al criado de otro noble con su espada, por lo que se vio obligado a huir sobre su caballo. Y tras varias jornadas de viaje, decidió pasar la noche al raso donde las autoridades no pudieran encontrarle. Al reconocer el mítico paraje donde se encontraba, el fugitivo no pudo resistir la tentación de asomarse a la popular sima, y fue entonces cuando divisó unos extraños ropajes entre los matorrales. Tras convencer a varios vecinos de que era una persona y no un demonio lo que yacía entre los matojos, pronto se movilizaron y lograron rescatar a la noble caída en desgracia. Tras recuperarse en el hospital, la mujer agradeció a don Sebastián su tremenda valentía, y compartieron enamorados sus vidas.
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