La Zubia es un pueblo muy cercano a Granada donde a lo largo de los siglos ha vivido un sinfín de acontecimientos históricos que en muchos casos se han convertido en leyenda.
La llegada de Isabel convirtió el campamento militar de Santa Fe en un palenque de escenas caballerescas. El marqués de Cádiz y demás señores celebraban banquetes esplendidos, preparaban frecuentes cabalgadas para que la reina contemplara los muros de Granada desde parajes diversos y admirase sus magnificas vistas, sin que por ello los granadinos cesasen de hacer gala de su valor.
Un día la reina dijo que quería contemplar Granada desde la cercanía y como la más mínima insinuación de Isabel era un riguroso mandato para sus caballeros, dispusieron en acompañarla el marqués de Cádiz, el de Villena, Alonso de Aguilar, los condes de Ureña, Cabra y Tendilla, Alonso de Córdoba, señor de Montemayor y de Alcaudete. En su salida de visita a Granada la reina iba acompañada del rey, de sus hijos, sus damas y del embajador francés y toda la comitiva dirigiéndose a la Zubia.
Como la seguridad de las augustas personas requería un gran despliegue de efectivos así como de precauciones, el marqués de Villena, el conde de Ureña y Alonso de Aguilar se colocaron con sus soldados en las faldas de una colina cercana a la aldea y el marqués de Cádiz, los condes de Tendilla y Cabra así como Alonso de Montemayor desplegaron sus tropas en la loma de la población.
Es aquí donde dice la leyenda que la reina Isabel la Católica embelesada por las vistas que contemplaba de la alcazaba de la Alhambra sus torres, palacios y jardines escuchó un rumor que perturbó su concentración convirtiéndose en sonidos de atabales moriscos y la vista de un ejército moro que avanzaba con banderas desplegadas y paso acelerado hacia la Zubia. Esta tropa era una división compuesta de algunos batallones a pie armados con ballestas y arcabuces, de una compañía de artilleros con dos cañones y del escuadrón noble, en cuyas filas peleaba la flor de la juventud granadina.
Al ver aquel ejército, sintieron miedo algunas damas y la reina sintió haber comprometido aquel lance. Queriendo evitar desgracias despacho la reina un mensajero para informar al marqués de Cádiz, advirtiéndole que excusase pelear porque no debía consentir que la sangre y las lágrimas se derramasen por mero capricho suyo.
Obediente el marqués y los demás caballeros al mando de éste ordenó que se mantuvieran casi toda la mañana inmóviles en sus líneas, despreciando las provocaciones de la caballería contraria y sordos a los insultos y retos de los soldados musulmanes.
Viendo los moros que sus enemigos permanecían inactivos, asestaron las dos piezas de artillería hiriendo a algunos soldados con certeros disparos. Mandó el marqués de Villena varias lanzas a trabar escaramuza con estos artilleros y alejarlos, pero volvieron acometidos por fuerzas superiores hasta la primera línea de defensa.
No hubo ya paciencia en las filas de los soldados cristianos para sufrir nuevas provocaciones, ni les fue ya posible contenerse en los limites que había prevenido la reina, no obstante el calor implacable de la hora cercana al medio día hizo arremeter al marqués de Cádiz con mil doscientas lanzas por el centro, el conde de Tendilla con su batallón por la derecha y el conde de Cabra, Alonso de Aguilar y Montemayor por la izquierda, arrollando la infantería mora y apresando las dos piezas de artillería.
El rey, la reina, los infantes y las damas veían desde la loma los remolinos de polvo en que estaban envueltos los combatientes escuchando gritos y alaridos sin saber cuál era el éxito de la refriega, así pues propusieron refugiarse en un frondoso bosque de laureles que existía en el lugar y así poder pasar desapercibidos a los ojos de los moros.
La reina postrada de rodillas en el laurel, comenzó a rezar a San Luis rey de Francia por la buena ventura de los suyos, prometiéndole que si escapaba indemne de aquel trance, agradecida construiría un convento en honor aquel santo (que finalmente se construyo hacia el año 1500). Y así fue que a pesar de la desventaja numérica de los cristianos, los peones moros no solo huyeron cobardemente con la primera carga de la caballería cristiana sino que mezclándose con sus propios jinetes hicieron imposible sus evoluciones y los abandonaron desordenados al rigor del hierro enemigo.
En vano se esforzaron los caudillos granadinos por restablecer el orden y disputar la victoria, la actividad y la furia de los cristianos no les permitió combinación alguna. Seiscientos moros perecieron en el campo, mil quinientos quedaron cautivos y heridos y el resto entraron atropelladamente por la puerta de Bibataubin y del Pescado, hasta cuyos umbrales vinieron blandiendo sus lanzas los vencedores.
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