jueves, 26 de marzo de 2020

La fuente milagrosa (La Iruela, Jaén)

CUENTA la leyenda, según se recoge en el anuario del adelantamiento de Cazorla, del año 1963, que existía una fuente conocida como milagrosa, a unos 300 metros de la Iruela, en el Peñón Borondo, donde se encuentra la cueva de la Magdalena, de donde parte el venero de la citada fuente.

Cerca de aquel lugar había un pequeño monasterio o ermita cuidado por un reducido número de frailes mendicantes.
En el año del primer cólera murieron todos los frailes y sólo quedó uno, el hermano Gerardo, que cuidaba del recinto y de la lámpara del sagrario, alimentada con las promesas de los devotos de La Iruela.
El hermano Gerardo, que rondaba los 75 años de edad, cierta noche que, como todas, murmuraba sus últimas Avemarías, arrodillado ante el Cristo de su camastro, dispuesto a dormir, oyó unos golpes nerviosos y desamortizados, que daban impresión de angustiada prisa.
Se levantó desesperado y tras preguntar por la persona que estaba al otro lado de la puerta, decidió abrirle.
«Me llamo Pablo»
Era un chico, que se presentó como Pablo, y que quedó eternamente agradecido, porque se había perdido en aquel lugar y la noche no estaba para andar paseando.Sentados junto al fuego el chico le contó al hermano Gerardo que se había casado, en contra de los consejos de sus padres, con una mujer tan guapa como de malas entrañas, que medió una hija más radiante que el sol, que le pusieron de nombre Aurora.
Durante cinco años disfrutó de su pequeña hasta que un buen día pasó por su puerta un señor que a base de engaños se llevó a la joven Aurora y su esposa, y desde entonces habían pasado 40 años que ha dedicado Pablo a buscarla por todos los rincones, y ahora le había llevado hasta esta humilde ermita.
El hermano Gerardo le invistió con un sayal mientras que se secaban sus ropas, un sayal que ya mantuvo puesto Pablo como si fuera otro fraile del monasterio. A los pocos días el hermano Gerardo murió y quedó Pablo con el encargo de que cuidara de la lámpara del sagrario.
Un buen día de otoño encontró en la ermita una señora que entre sollozos, rezaba postrada ante el altar. Cuando se acercó Pablo le pidió que no le echara y la llevó a la cocina, donde dicen los serranos que a la luz de la tea no hay mujer fea, pero en esta ocasión, incluso a oscuras, destacaba la belleza de esa señora.
Huérfana
Cuando hubo descansado le relató a Pablo que a los cuatro o cinco años quedó huérfana de padre, y a partir de entonces su madre le dio todo tipo de comodidades, sedas y perfumes. Como su belleza y juventud era tan envidiada terminó en el abismo del deshonor y no volvió a ver a su madre, sumiéndose en el cieno de las pasiones, pero ya había decidido dejar esa vida y pedir una limosna de pan y de perdón, como penitencia, el resto de sus días.
La chica dijo llamarse Aurora, y su madre Clara, pero no le dio tiempo a nombrar a su padre, que se llamaba Pablo, porque se entreabrió la ventana cuando le iba a confesar que él era su padre, pero con esta acción entendió que aún debía guardar el secreto.
Aurora enfermó gravemente y Pablo vendía parte del aceite de las donaciones para alimento y medicinas de su hija.
Dice la leyenda que, al mismo toque del Ángelus, Aurora entregaba su alma, muy cerca del altar de la ermita. Pablo se arrodilló ante el cadáver de su hija, y de la roca en que se apoyaba el muro derecho de la capilla, empezó a brotar un regato de agua cristalina.
Al día siguiente se abría, en el concejo de la villa, un pliego firmado por Pablo, en el que revelaba el gran misterio de su vida, para seguir como peregrino por las mismas noches y días de los caminos de angustia de su hija.

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