sábado, 24 de febrero de 2018

El Cristo de la Cabrera (Las Veguillas, Salamanca)


Cuenta la leyenda que junto a la Sierra de Dueña, entre encinas y robles, entre ganado bravo, cercas y charcas, un pastor encontró en el hueco de una encina la imagen de un Cristo (no estaría de más, por su interés botánico, encontrar tal ejemplar de encina capaz de albergar en un “hueco de su tronco” semejante estatua). Lo dicho: que la talla era de tal proporción que el pastorcillo no pudo sacarla, por lo que decidió llamar a unos labradores de la zona para poder transportarla hasta Llen (este lugar, hoy día anejo al término municipal de Las Veguillas, era antaño principal núcleo de población de la zona incluso con un palacio).
Tras ser colocada en un carro con bueyes, al pasar por la dehesa de Cabrera, los animales se detuvieron en seco. No pudieron avanzar más. Cual pesados berruecos, los animales de carga permanecían “misteriosamente” anclados a la tierra a pesar de los incansables esfuerzos de los campesinos por moverlos. Hastiados de baldíos intentos, la fatiga despejó sus mentes para comprender que el Cristo no deseaba otra cosa que permanecer allí por el resto de la eternidad. Así surgió la ermita de Cabrera para rendirle culto.
La historia la difundieron el cierzo y el sur como un reguero de pólvora. Tal es así que durante décadas un ermitaño permaneció junto al santuario, recibiendo limosnas de hasta 180 reales, una vivienda que a la vez era hospedería de peregrinos que, intrigados por la milagrosa imagen, acudían en masa sin cesar. Su fama trascendió fronteras y el Cristo de Cabrera comenzó a recibir innumerables visitas en busca de una ayuda celestial para aquellos problemas a los que el hombre no halla solución en la racionalidad terrenal. Miles de personas buscaban amparo en esta majestuosa talla de vastas proporciones y algunos deseos debieron ser concedidos porque el flujo de peregrinos se multiplicaba cual panes y peces, igual que las alhajas que en ofrenda se depositaban a sus pies. Las romerías eran cada vez más tumultuosas, con celebración de capeas de toros en la plaza cercana a la ermita, llegando en el siglo XVIII a un total de 138 toros, 51 novillos, ocho vacas y una novilla.
El Cristo de Cabrera ha tenido oportunidades de sobra para demostrar su querencia por el prado de Las Veguillas. Durante la Guerra de la Independencia los franceses saquearon el lugar en su huida despavorida tras la Batalla de Los Arapiles en octubre de 1812. Varios grupos de soldados napoleónicos robaron provisiones y dinero de la iglesia de Las Veguillas, y lo mismo hicieron en Cabrera, de donde se llevaron sesenta reales y treinta maravedíes. Tal exactitud monetaria no deja atisbo a la duda de que lo que ocurrió aquellos días fue tan verdad como cualquier otra: los franceses, cuando se marchaban con el botín, repararon en el Cristo, que los espiaba, seguramente con su mirada románica pero recriminatoria. Imponente. Cuentan los más viejos del lugar que los soldados intentaron quemar la talla una y mil veces, pero la madera no ardió. La prendieron de todas las maneras posibles. Pero nada. La llama se apagaba al instante. Asombrados y atemorizados, los franceses corrieron como alma que lleva el diablo y no regresaron jamás. Eso sí, con sus sesenta reales y treinta maravedíes en las talegas.
Todavía hoy se pueden apreciar las huellas de tamaña tropelía en los pies negros de la imagen
La ermita, una pequeña y sencilla construcción encalada en blanco, quedó asolada. Pero dos años después, en 1814, se recompuso, una obra que costó más de 3.500 reales; se retomaron los acontecimientos taurinos y la romería del Cristo de Cabrera se transformó en lo que hoy es una de las manifestaciones religiosas más importantes de la provincia.
Más de un siglo después, en plena Guerra Civil, se intentó dar traslado a la imagen pero las ruedas de los carros, como antaño, se hundían en la tierra y los bueyes se negaban a caminar.
Según la creencia popular el Cristo de Cabrera nunca pudo ser sacado de los alrededores del santuario; los mayores, aún hoy, narran a la fresca la tozudez de los bueyes contra las malas intenciones de los hombres. Aún así la iglesia y su entorno no existirían hoy como tales de no ser por la devoción popular y el tesón de los fieles al Cristo que en ella se venera.

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