Desde
los albores de los tiempos, el ser humano ha tratado de ofrecer una coherente
explicación a cada uno de los elementos que interfieren en este planeta llamado
Tierra. Sin embargo, no siempre puede encontrar un motivo racional. Es ahí
donde entra el folclore, impregnado de misticismo y fantasía, historias
transmitidas en el serano, a la luz de la hipnotizadora lumbre
Los
gigantescos animales que un día habitaron la Tierra dejaron para la posteridad
sus restos enterrados entre capas de progreso y olvido. Pero la caprichosa
naturaleza se encarga en ocasiones de devolver a la superficie los vestigios de
una época en que el hombre era una mera ilusión. Hubo un tiempo en que el
descubrimiento de fósiles de dinosaurios hacía pensar al ser humano en fieros
animales salidos de las entrañas del infierno. Surgió así el mito de los
dragones. Las Arribes tuvo el suyo propio.
Cuenta la leyenda que por tierras del oeste salmantino habitó una vez un fiero lagarto escupidor de fuego. Su tamaño irradiaba poder y temor entre el resto de los animales. Tenía la cabeza tan grande como un elefante, ojos llameantes y hocico respingón, dejando entrever unos afilados dientes que desgarraban cualquier material con el mero contacto. Era destructor, con una larga cola que dejaba grandes surcos sobre el terreno.
El dragón pasaba los días volando en busca de presas con que saciar su descomunal apetito. Tal era su voracidad que arrasaba con manadas enteras. Pero nada es eterno y la comida se fue agotando lentamente. Cada jornada debía volar más tiempo y desplazarse a mayor distancia de su cueva para obtener algo que llevarse a la boca. Como empleaba un gran esfuerzo y gastaba más energías de las que consumía, el cansancio se fue apoderando del bicho. El hastío y la vagancia se convirtieron en sus compañeros de fatiga. Ni siquiera el rugido del estómago le animó a callar el hambre.
Dormido profundamente se encontraba cuando un trueno le sobresaltó. Una cascada de relámpagos iluminó el cielo y comenzó a llover con dureza. Ni siquiera hizo ademán para guarecerse en la cueva. Tanto tiempo había permanecido tumbado sobre la roca que los músculos se le habían atrofiado y apenas podía caminar. Las alas también habían encogido. El agua apagó el fuego del dragón y terminó por consumir su vida.
El lugar que se convirtió en su tumba guarda una huella como recuerdo de la estancia del bicho. Ubicado a las afueras de Guadramiro, se le conoce como ‘Pata el Drago’. Y los restos del dragón, esparcidos por la comarca de Las Arribes, dieron lugar a una hierba perenne que en periodos lluviosos forma nuevos tallos, una especie que sólo se encuentra en las cercanías del río Duero en la frontera entre Zamora y Salamanca, a la que se conoce popularmente como ‘dragón de las arribes’.
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