Por las crónicas de la época se sabe que esta zona, con todas las plazas fuertes que la defendían, cayó en poder de los Reyes Católicos en 1485. Una de estas plazas era Monda, de cuyo castillo tomó posesión, en nombre de los monarcas, el capitán Hurtado de Luna, que fue nombrado su primer alcaide cristiano. Posteriormente, en 1508, el regente Don Fernando, a instancias de su hija Doña Juana de Castilla, ya enferma de locura, concede el señorío de las villas de Monda y Tolox a Diego López Pacheco, duque de Escalona y marqués de Villena, quien confirma a Hurtado de Luna como alcaide de la plaza.
Hurtado de Luna era padre de Beatriz, una joven cuya singular belleza sólo admitía parangón con la bondad de su alma. Practicaba la caridad con los desfavorecidos, de modo que no había persona que hallase en ella satisfacción para sus necesidades, consuelo para sus penas y algún remedio para los males del cuerpo; era, en fin, de un angelical atractivo.
La joven vivía felizmente con su familia en la fortaleza comandada por su padre, la cual, de tiempos de la dominación musulmana, tenía por nombre El Mundhat. Ya bajo el dominio castellano, las gentes del lugar comenzaron a llamarla Castillo de la Villeta, lo que explica que el pueblo llano, siempre dado a los apodos, llamase a Beatriz la “Buena Villeta”.
Un día apareció por el camino de Tolox, la otra plaza del ducado, un joven de talle esbelto y bizarra figura, que respondía al nombre de Arturo. Apeado ya del blanco corcel que le servía de montura, el galán dice ser hijo de Sancho de Angulo, alcaide de la villa vecina, y que era portador de un despacho del duque de Escalona destinado al alcaide mondeño. El doncel fue recibido con el protocolo que exigía su alcurnia e invitado a alojarse unos días en el castillo.
Desde el momento mismo en que se vieron, entre Arturo y Beatriz nació tal apasionada y profunda atracción, que se prometieron amor eterno, compromiso que obtuvo el beneplácito por parte de ambas familias.
Los escasos días que Arturo estuvo hospedado en el castillo de la Villeta los vivió dedicado a su amada, paseando por los campos de la villa. Los jóvenes sentían especial predilección por un sitio donde los lugareños habían colocado, a modo de altar, una Virgen sobre el tronco de un almendro, por lo que, de antiguo, la imagen era conocida como la “Virgen del Almendro”. Pero la felicidad de la joven pareja se vio alterada inesperadamente.
Eran tiempos en que Carlos V se hallaba en guerra con los turcos, que, a la sazón, amenazaban las murallas de la imperial ciudad de Viena. Para evitar el desastre de Europa, el Emperador había llamado a filas a todos los jóvenes de abolengo que se sintieran defensores de la fe cristina.
En una de sus visitas, Arturo le dijo a su amada que su doble condición de creyente y súbdito del rey le había impulsado a formar parte del contingente militar que se había constituido en la muy noble ciudad de Málaga para la lucha contra el invasor, y el día de la partida había llegado.
Dura y cruel fue la separación para los dos amantes, pero ambos eran conscientes del gran peligro que corría la cristiandad y asumieron el dolor de la despedida. Antes del adiós, los jóvenes acudieron a la Virgen que había sido testigo del gran amor que se profesaban.
Era primavera y el almendro estaba florecido. Arturo alzó la mano y tomó una flor de aquel árbol, una flor blanca, nacarada, y, después de besarla, se la entregó a Beatriz, diciéndole “Esta flor es mi corazón”. Ella besó también la flor y la depositó en las manos de la imagen.
Durante aquellos años de terrible ausencia, Beatriz acudía todos los días a orar ante la Virgen, tomaba la flor de almendro, que se mantenía fresca y lozana como el día la partida de Arturo, la acercaba dulcemente para inhalar su fina fragancia y la devolvía nuevamente a las manos de la Virgen.
Un fatídico día, mientras la enamorada cogía la flor, observó que de uno de sus pétalos brotaba una gota de sangre. Una extraña nube veló sus ojos, su tez se tornó blanca y cayó desmayada. ¡Era la sangre de Arturo...! En efecto, pasados unos días, llegó la desgarradora noticia, que sólo un profundo amor es capaz de presentir, de que Arturo había muerto en un enfrentamiento armado con los turcos a orillas del Danubio.
Beatriz cayó repentinamente enferma y su pesar fue tan grande que dejó de existir no muchos días después. Para sorpresa de todos, aquel almendro dio ese año sus flores más enrojecidas que nunca.
Se dice que la sombra de la Buena Villeta anduvo errante durante mucho tiempo por las estancias del castillo, y, todavía hoy, pasada la medianoche de determinadas épocas del año, los mondeños aseguran haber oído, entre el quejido del viento en sus almenas, la voz apenada de aquella desdichada joven que murió de mal de amores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario