lunes, 5 de marzo de 2018

Castillo de Coca y marqués de Cenete (Coca, Segovia)


Coca no se llama así por ningún refresco azucarado ni mucho menos por una estimulante sustancia blanca de origen andino sino porque ya existía desde la Antigüedad una ciudad a la que los textos clásicos aluden como Cauca y que los romanos ocuparon en su expansión peninsular; fue la cuna de Teodosio el Grandeel último emperador del Imperio Romano unificado. Luego su historia se vuelve etérea hasta dos momentos del Medievo, uno cuando el rey Alfonso VI funda la Comunidad y Villa Tierra de Coca (siglo XI) y otro cuando el marqués de Santillana cede el lugar en una permuta por la villa de Saldaña al obispo de Sevilla Alonso de Fonseca y Ulloa (siglo XV). Fue esta familia la que obtuvo del monarca Juan II el permiso para erigir un castillo en las afueras, aprovechando la protección que proporcionaba un meandro del río Voltoya. Las obras se llevaron a cabo con una rapidez poco común, apenas una veintena de años entre 1473 y 1493.
Atención al apellido Fonseca porque juega un papel fundamental en la historia del citado marqués de Cenete. Don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, que así se hacía llamar tras haber incorporado a su apellido el del Cid para darse aún más lustre, era el prototipo de caballero de aquella época de transición de la Baja Edad Media a la Moderna, cortesano modelo, guerrero consumado y, ay, galán impenitente cuyas conquistas -no sólo las militares- eran la comidilla de toda la nobleza hispana. Pero el marques, viudo, se enamoró de la doncella equivocada: María Fonseca, sobrina del obispo que adquirió el castillo; le debió dar fuerte porque se dice que por ella renunció a casarse con la mismísima Lucrecia Borgia. El caso es que los Fonseca se negaron a autorizar aquella relación y el propio rey Fernando ordenó el matrimonio de María con otro hombre, confinándola tras los muros cuando se negó y obligándola a contraer nupcias con o sin su aquiescencia. María, casada, pasó de un lugar a otro; entre ellos Coca, que para eso era una propiedad familar.
 Lo primero que ve un visitante al llegar al castillo es la espléndida silueta que parece más un decorado de película fantástica. Al contrario que en otros sitios, aquí predomina visualmente las líneas horizontales sobre las verticales porque el complejo no se asienta sobre un cerro, como suele ser lo típico, sino sobre un falso llano con cierto escarpe por la parte trasera. O sea, que es una percepción algo engañosa porque cuando uno se acerca se percata de que las almenas y torreones del castillo tienen una altura mucho mayor de lo que parece de lejos y, encima, el foso los agranda todavía más. Si a alguien le queda aún alguna duda, le sugiero darse un paseo por los adarves, con el tejado del patio a un lado y el abismo al otro, bajo las sombras que producen la mole imponente de las torres.
Sus constructores fueron alarifes (arquitectos) sevillanos bajo la dirección del maestro Alí Caro, un experto en arquitectura defensiva, por eso el estilo elegido es una combinación de gótico y mudéjar, con el mencionado ladrillo como material básico, si bien usa igualmente piedra caliza en ciertos sitios. Aparte del enorme foso exterior con puente y reja, dispone de dos recintos amurallados concéntricos. En el segundo, donde se ubica el patio de armas, se alza la torre del homenaje, por cuyas plantas se distribuyen dependencias diversas que se comunican mediante angostas escaleras de caracol y pozos con enjarretado: capilla, calabozos, patio renacentista, sala de armas… Esta última presenta una bonita decoración ojival, con bóveda nervada en forma de estrella, estucos, mosaicos y pinturas.
 No fallan las inevitables armaduras dando ambiente y una sala con acústica extraordinaria que permite oir desde un extremo lo que se habla en voz baja desde el otro. Tampoco la siempre sugestiva mazmorra, que en realidad parece ser que se trataba más bien de un almacén; lo que no quita que pudiera usarse como cárcel en un momento dado y si había un inquilino para ello; eso sí, si era de alcurnia el castillo entero era la prisión, como pasaría en 1645 con el duque de Medina Sidonia cuando fue acusado de pretender proclamarse rey de Andalucía. 
Por otra parte, aquel también fue escenario de virulentos combates, como cuando los comuneros intentaron asaltarlo infructuosamente en 1521 o cuando las tropas napoleónicas prácticamente lo destruyeron en 1812, aunque el estado de ruina lo redondeó veintiséis años más tarde el administrador de la Casa de Alba (a la que pertenecía desde el siglo anterior) al vender sus materiales nobles por lucro personal; su aspecto actual, de hecho, es fruto de una reconstrucción de los años cincuenta, pues al fin y al cabo estaba -está-catalogado como Monumento Histórico Nacional.
En 1502, rabioso y frustrado, Don Rodrigo se dedicó a propagar el rumor de que el nuevo marido era bígamo e intentó una incursión contra el castillo para raptar a su amada en la que estuvo a punto de perder la vida cuando fue rechazado de forma contundente, a base de aceite hirviendo por el matacán. La reina Isabel, siempre preocupada por evitar escándalos en su reino, intervino entonces para poner fin a aquella historia, recluyéndole a él en el castillo de Cabezón. Pero los amantes eran pertinaces y en 1506, para estupor de todo el mundo, el marqués se llevó a Maria del Monasterio de las Huelgas, donde la habían internado al quedar viuda, y la desposó en Coca. Su insistencia tuvo premio: al año siguiente el rey regente Fernando tiró la toalla y terminó autorizando el enlace, aunque ella fue desheredada por los suyos. Nada comparado con el pasar a la posteridad a través de crónicas, canciones galantes… y blogs.


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