Un hombre, pobremente vestido, está sentado delante de una mesa. La habitación está casi vacía, salvo por la silla donde se sienta, un tablón desgastado que le sirve de mesa y una vieja arqueta en el suelo. Frente a él, en la mesa, amontona monedas de oro y joyas a medida que los cuenta.
Llaman a la puerta. Se apresura a guardarlo todo en la arqueta antes de salir a la puerta. Allí hay una mujer, que angustiada, comienza a contarle su historia. Es pobre, apenas le queda nada y no tiene qué comer. Necesita dinero. El ávaro la mira en silencio, sin responder. No le impresiona la historia. La ha oido cientos de veces y la respuesta es siempre la misma.
- ¿Qué puede ofrecerme a cambio? - “Nada tengo, señor, salvo mi casa” - "Eso valdrá" responde, haciendole saber los términos del acuerdo.
La mujer, al oir el alto interés que tendrá que pagar, comienza a llorar y suplica no sea tan severo. El responde que nada puede hacer: es un negocio y lo demás, no le importa. Después guarda silencio. La mujer, finalmente, se ve vencida, y asiente con la cabeza. El redacta el papel; ella lo firma, hecho lo cual, se dirige con gesto cansado al interior de la casa: se escucha el abrir y cerrar de puertas y al cabo de unos minutos, vuelve el ávaro con el dinero prometido. Ella lo toma, le entrega el papel y se marcha.
El viejo, al verla salir, retoma su trabajo. Saca el dinero y lo cuenta. Una vez terminado, lo anota en un pequeño libro que guarda en el arcón, de donde saca una bolsa donde introduce el dinero. Lo toma y marcha a guardarlo. Mientras baja las escaleras del inmenso sótano donde guarda su riqueza, piensa en lo cansado que está, y murmura que, pese a todo, debe seguir con el negocio, aún no es bastante su riqueza.
Al subir, encuentra a su hija. Una mujer joven, casi una niña. Se dirije a la cocina, a preparar la cena. El viejo, de nuevo en la habitación, apaga la vela, para ahorrar y se sienta. Apenas han pasado unos momentos cuando su hija lo llama. Hay un caballero en la puerta que pregunta por ti, le dice. Muy bien, ahora lo atiendo. Ella asiente y se marcha. Sale al zaguán donde un hombre joven lo espera. Al verlo, desaparece la sonrisa de su rostro, dando a entender el profundo desagrado que el viejo le provoca.
- Tenga buena noche, señor - Aquí tienes tu dinero. Cuentalo si quieres, dice, a modo de respuesta. - Eso no es necesario, señor. Espero que su merced haya recordado el interés que fijamos y lo haya incluido. - Por supuesto. Di mi palabra, y ahora cumplo. Entregamé el papel que le firmé y acabemos con esto, dice agriamente.
El viejo, sin responder el tiende el papel. El caballero lo toma con gesto violento, da media vuelta y sin despedirse, sale de la casa.
El viejo lo observa mientras se marcha. Y después, con una sonrisa, se vuelve hacia el saco que el caballero ha dejado en el suelo. Intenta cogerlo, pero es demasiado pesado. Por varias veces lo intenta, sin éxito. Finalmente, decide llamar a su hija.
Ella, siempre solícita, escucha atentamente a su padre. Nunca ha bajado al sótano, y trata de memorizar las instrucciones. Finalmente, toma la vela y se dirije a la entrada. Levanta la tapa y se adentra por el hueco de las escaleras. Al llegar a bajo, repite las instrucciones: a la derecha, después a la izquierda... así, recorre varios pasillos. De pronto, se entremece y mira alrededor asustada. Una corriente de aire apaga la vela y queda a oscuras en medio del laberinto. Duda entre seguir o regresar, y a tientas, busca el camino de vuelta, pero la oscuridad y el miedo la traicionan y no encuentra el camino. Finalmente, comienza a llamar a su padre. Pero la respuesta que obtiene es el eco de su propia voz. Espera, pero nada ocurre. Se desespera y empieza a gritar y gritar....
El viejo, mira intranquilo el hueco del sótano. Debía haber regresado ya, piensa... y es entonces cuando escucha la voz que lo llama... Toma una vela y baja con rapidez. Se mueve con agilidad por los pasillos, pero cada vez que se acerca a la voz, esta suena en otra parte o se vuelve lejana... así las horas pasan y el viejo, cada vez más desesperado, busca sin cesar. Finalmente, decide pedir ayuda. El sitio es demasiado grande y por eso no la encuentra, dice intentando tranquilizarse.
Una vez en la calle, comienza a gritar a sus vecinos “¡ayuda!”. Estos, sonnolientos, se asoman a la ventana para ver qué ocurre. Al verle ponen cara de desagrado, la mayoría vuelve adentro, pero algunos, deciden bajar. El viejo, intentando parecer sereno, les cuenta:
- Mi hija bajó anoche al sótano y no regresó. La he buscado toda la noche, pero no consigo encontrarla; es demasiado grande para una sola persona. Si tuvierais a bien ayudarme...
Los vecinos se miran extrañados. Cómo puede una persona perderse en un sótano -se preguntan. El viejo les responde:
- En realidad, es una red de pequeñas galerías, casi un laberinto. Tiene tantas galerías y pasillos que es fácil desorientarse y perderse dentro: es por esto que yo solo no puedo. Les ruego....
Suenan de nuevo murmullos, pero una voz se levanta sobre el resto y dice: "Vamos"
Al oirlo, todo el mundo calla y le sigue hacia la casa del anciano. Allí, toman tantas velas y candiles pueden y bajan al sótano, dónde comienzan a buscar. Comienzan llamando a la muchacha, pero al oir la débil voz, callan y escuchan. Se mueven de un lado a otro, incansables. Las horas pasan y el viejo está cada vez más alterado. Finalmente, los oye que suben todos, y suspira aliviado. Pronto, su cara se torna en mueca a ver que vuelven sin la niña.
- "Es imposible, señor. La vez se acerca y se aleja de nosotros. Quizá haya salido ya, y lo que hemos oido sea el eco" - Pero eso no es posible. Yo estuve aquí todo el rato, y nadie entró ni salió, salvo sus mercedes...
Sin más respuesta que un encogerse de hombros y un “lo siento”, el grupo sale de la casa.
Allí queda el viejo solo.
Es de noche, y el viejo, como cada noche, se sienta en su sillón. Pero ya no cuenta el dinero. Sólo escucha, aterrorizado, angustiado, la voz que día tras día, al caer la noche, comienza a sonar, llamandole a gritos.
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