miércoles, 3 de abril de 2019

El Mentidero (Córdoba)

La luz de la aurora había disipado por completo las sombrías de la noche, y el primer rayo de sol doraba las mas elevadas cumbres de Sierra Morena.
Las aves saludaban el naciente día con melodiosos gorjeos; las plantas comenzaban á recojer en sus hojas las brillantes perlas que formaba el rocío y la naturaleza, toda, al despertar nuevamente de su pasado sueño, dejaba oir en agradable concierto los alegres rumores de la mañana.
En la meseta de un cerro que se levanta en el límite divisorio de tres vastas propiedades y en un raso rodeado de añosas encinas, veíanse sentados sobre gruesas piedras, cuatro hombres de aspecto rudo, que fumaban, conversando tranquilamente, en tanto que el ganado de que eran guardianes, dejaba oir el monótono sonido de los cencerros y esquilas, á cada movimiento, en busca déla más fina yerba nacida en las laderas y cañadas inmediatas.
— Mucho tarda hoy Miguel, decía el de más edad de los cuatro, poniéndose la mano por encima de los ojos como para recojer más la vista que dirigía hácia el horizonte; ya vá una hora de sol y aún no se divisan sus vacas.
— Las habrá careado hácia el arroyo de Guarromán y no vendrán por aquí hasta el medio día; contestó otro como de treinta años, de rostro simpático y aire bonachón.
— No, Pedro, replicó el más jóven de los cuatro: el careo de la mañana es siempre á este lado como cosa convenida. Si Miguel viene será porque se habrá quedado dormido; cuando se pasa la noche en vela....
— Y qué tiene que hacer de noche? preguntó Pedro.
— Yo no lo sé de cierto; tal vez cuestión de amoríos....
— Amoríos? dijo el de más edad, eso no puede ser porque no hay ninguna moza soltera en los contornos.
— Pero las hay casadas y jóvenes y pudiera....
— Cállate, Juanillo, y no digas tonterías.
— ¿Tonterías? Lo que sé os que lo he visto algunas noches y esta pasada también, atravesar por la vereda de los jarales en dirección á Fuen-real.
— ¿No es verdad José? tu que vives por allí, quizá lo hayas visto como yo, dijo Juanillo dirigiéndose con cierta intención al último de los ganaderos, que era un jóven de veinte y cinco años, de ceño adusto, y callado hasta el estremo de no decir nunca tres palabras seguidas.
El interpelado lanzó en torno una mirada sombría, pero su boca permaneció muda y solo un ligero estremecimiento contenido por una firme voluntad, reveló el efecto que había producido en su ánimo lo que acababa de decir Juanillo.
—Por allí viene Miguel! gritó Pedro, señalando con la mano un lugar distante; ya veo sus vacas aparecer por los claros del monte, pero todavía está muy lejos.
—Pues ya no podemos aguardarlo; dijo el más viejo, se hace tarde y tenemos que dar la vuelta con el ganado; con que á la paz de Dios y hasta mañana.
—Hasta mañana! contestaron todos, retirándose cada cual por su lado.
Cuando José se halló solo y apartado de sus compañeros, sentóse al pié de una encina quedando en actitud meditabunda, sin cuidarse de enjugar dos gruesas lágrimas que, deslizándose por sus mejillas, vinieron á estrellarse en sus manos. Las palabras del mal intencionada Juanillo, habían causado profunda impresión en su alma, presa á la vez de diferentes sentimientos de amor, de tristeza, de ódio y de venganza.
Casado hacía pocos meses con una bella y honrada jóven, guardaba en su pecho todo el amor de que es capaz un corazón apasionado. Ella por su parte, le correspondía con igual ternura, y en vano Juanillo, prendado de su belleza, había intentado varias veces hablar á solas con la mujer de su amigo, la cual, esquivando siempre la ocasión, llegó á destruir toda esperanza de realizar tan codiciada entrevista.
Pero el desdeñado amante, mal aconsejado por su despecho, con ánimo sin duda de atormentar al dichoso marido ó con dañado propósito de alterar la paz conyugal, aprovechó la ocasión de introducir el veneno do los celos en el corazón de aquel, sembrando una sospecha, tanto más aparentemente fundada, cuanto que era cierto que Miguel pasaba casi todas las noches por Fuen-real.
José lo había visto atravesar el monto á desliera, cuando salía á dar vuelta á su ganado, y ninguna idea alarmante había preocupado su atención; pero ya era otra cosa; la sospecha se había introducido en su pecho y los efectos do su daño habrían de ser inevitables. Por eso, al dirigirse con su ganado al centro de la dehesa, al cabo de dos horas de dolorosa y profunda meditación, su rostro estaba sombrío, y en su mirada siniestra leíase el firmé propósito de una decidida resolución.
La mañana era húmeda y fría y las espesas nubes que entoldaban el cielo amenazaban una próxima lluvia; iniciada ya por algunas gotas que se sentían caer con frecuente intermitencia.
Cubiertos con gruesos capotes cordobeses, se hallaban como de costumbre, en él cerro de las encinas los cuatro ganaderos: más ésta vez, su actitud callada y la tristeza que revelaban sus semblantes, eran síntomas seguros de una ocurrida desgracia.
—Pero vamos á, ver, tío Jeromo, preguntó Juanillo interrumpiendo el silencio, y dirigiéndose al de más edad de sus compañeros:
¿Usted lo miró bien y está cierto do que no tenía su cuerpo .señal alguna que indicase había muerto de otra manera?
—Qué quieres decir? Acaso tú crees....
—Digo, que eso como de las diez de la noche, se oyó un tiro que sonó por el lado de la vereda de los jarales, hácia el sitio en que dice usted se ha encontrado muerto al pobre de Miguel.
— No es estraño, porque su escopeta estaba alli descargada, y es que, sin duda, al ser acometido por los lobos, trataría de defenderse y la dispararia contra ellos, por más que no consiguiera herir á ninguno.
—En casos como ese, dijo Pedro, de nada le hubiera servido matar uno ú dos de tan feroces animales: los demás le habrian destrozado lo mismo.
— Ya lo creo; y que estaba bien destrozado! continuó el tio Jeromo. Cuando me avisó el muchacho de la casera de la huerta de los Idolos, de que había un hombre muerto, fui al sitio y apenas pude reconocerlo por las ropas que tenia hechas pedazos, hallándose su cuerpo casi completamente comido.
— ¿Y qué hizo usted?
— Fui á Almodóvar enseguida, y di conocimiento al Sr. Alcalde, que mandó recojer los restos de nuestro amigo. Pero lo que más me entristeció de todo, fué el sentimiento de una moza del pueblo, la cual, al saber la noticia de la desgracia se puso como loca, hasta el estremo de haber querido matarse, lo que no pudo conseguir porque los que nos hállabamos cerca se lo impedimos. Según parece, era novia de Miguel y por eso iba él al pueblo casi todas las noches hasta que le ha costado la vida.
—Es verdad eso, tio Jeromo? Salía Miguel todas las noches para ver á su novia? preguntó José, que al oir las últimas palabras del ganadero había sido presa de una violenta emoción.
—Y tan verdad, como que ya no hay nadie en el pueblo que lo ignore, por mas que antes habían permanecido ocultos esos amoríos, por temor á los padres de la muchacha.
— El caso es, interrumpió Juanillo, que hemos perdido un compañero.
—Y si bien se considera, añadió Pedro, por causa de una mujer, aunque parezca otra cosa. ¡Pobre Miguel!
—¡Pobre Miguel! exclamaron Juanillo y el tio Jeromo.
—Y tú, ¿no dices nada? preguntó este último á José.
—Lo que digo es, contestó con voz ronca, que esto mas bien que una reunión de amigos es un mentidero que nos acarrea la desgracia.
Y volviendo la espalda echó á andar por la ladera abajo, no sin dirigir antes una mirada indefinible á Juanillo, el cual bajando la vista, comenzó a su vez á descender por el lado opuesto sin decir una palabra.
—Vaya, están locos: pensaron los dos compañeros que quedaban, y despidiéndose ambos marcharon con sus respectivos ganados.
Desde entónces no han vuelto á reunirse en el cerro de las encinas, que en adelante se llamó del Mentidero.

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