El cortijo de la Inquisición duerme bajo sus ruinas no muy lejos del pueblo andaluz de Villacarrillo, provincia de Jaén, en un altozano rodeado de rastrojos. En una loma amarillenta en medio de los olivares, se yerguen aun los muros decrépitos de lo que fue, según, los viejos, un lugar de mazmorra, tormento y muerte.
Se pueden ver todavía los restos de un horno, sus ventanas grandes, demasiado suntuosas para una vivienda normal. En el muro del norte hay, algo borrada por el tiempo, una misteriosa gran cruz pintada con sangre de toro o en almagre, como en las viejas iglesias, y otra más pequeña, con un INRI marcado muy fino y dos números 17… Quizá fuera en el siglo XVIII cuando fue prisión tenebrosa por última vez. O no, según la historia que he oído después. Hay quien dice que hasta hace poco se podía entrar en las mazmorras, donde había ganchos de hierro en las paredes y una viga que se usaba como cadalso.
Villacarrillo era a principios del siglo XIX la cabeza del Partido Judicial de la parte oriental del entonces Reino de Jaén, con siete villas bajo su jurisdicción y nueve ayuntamientos. Parece lógico que una especie de delegación de la Inquisición tuviera allí también su sede.
No había muchos judíos conversos por aquellos pueblos a quien perseguir. Más probablemente serían sus víctimas mujeres acusadas de brujerías, como las que se reunían a hacer conjuros y adorar la Luna, dicen, en las inmediaciones de la torre mora de Los Lagartos. Esta todavía se alza en el camino de La Puerta a Siles. La torre (cuya etimología, como la del Cardete viene de lacerti, lugar defendido y fuerte) es muy anterior a los musulmanes, probablemente de la época de las guerras púnicas, como las otras tres que se alzan aún entre Orcera y Segura.
El interior del cortijo es hoy inaccesible al haber colocado los propietarios actuales, una empresa aceitera cordobesa, unas alambradas que protegen de los derrumbamientos pero ocultan para siempre la historia de esa aislada, enorme y singular edificación. Se pueden apreciar tres cuerpos diferentes, con sillares y mampostería diferentes. Un ave rapaz sobrevuela las ruinas en la mañana de julio aún no arrebatada por el calor.
La historia, o la leyenda, mejor, se complica porque tuve una borrosa noticia de un caso extraño ocurrido durante la Guerra de la Independencia. Al parecer, encontraron allí, hacia 1810, el cadáver desfigurado de un soldado francés. Es sabido que el IV Cuerpo de Ejército, al mando de Sebastiani, entra en Andalucía desde Villanueva de los Infantes por Montizón, aunque sufren bajas en una emboscada en las inmediaciones. En Montizón fue deshecho por los franceses el pequeño cuerpo de ejército mandado por Gaspar Vigodet, en enero de 1810.
Pero este francés, probablemente extraviado, errante tras la escaramuza de Montizón, no fue apresado por las tropas regulares, ni siquiera por la guerrilla que capitaneaba Antonio Calvache -que en octubre de 1810 fue apresado y ejecutado por los franceses-. Fue entregado por unos pastores que habían descubierto entre sus papeles lo que decían ser ‘cartas de moros’. Un cura desmintió esa tontería, propia de analfabetos, diciendo que era una libreta, o un libro pequeño, en hebreo, lo que hizo considerar que el soldado, de apellido Furtado o Hurtado, que hablaba algo de nuestra lengua, era en realidad un judío español, es decir, culpable de judaizar bajo el uniforme francés. Con ésas, fue entregado a lo que quedaba del Santo Oficio, que había ejercido su jurisdicción en ese lugar. Allí ya había pocos oficiantes pues la supresión oficial de la Inquisición por Napoleón la había debilitado mucho. No obstante, no habían sido obligados a abandonar ese cortijo, donde se agazaparon como aves de presa, casi clandestinos, al acecho de los imprudentes que por allí se aventurasen. No se hizo autopsia del cuerpo, pero las notas de un albéitar –no hubo juez ni médico por medio-llamado Pulido dan cuenta de señales de atroces tormentos practicados en el infeliz soldado. Era la venganza de los decaídos inquisidores contra un francés y, encima, judío. (La Inquisición sería reestablecida por Fernando VII y subsistió hasta 1834, en que fue abolida definitivamente por la reina María Cristina de Borbón, el mismo año del Estatuto Real).
Indagando sobre los Furtado, descubrí que eran oriundos de Bayona, en el ahora País Vasco francés. En 1789, año de la Revolución francesa, residían entre la frontera española y Burdeos hasta cinco mil descendientes de los judíos españoles y portugueses. En una Francia con veinticuatro millones de habitantes, sólo había unos 40.000 judíos y todos fueron hechos ciudadanos por la Convención. Los jóvenes judíos, liberados de su consideración segundona, se alistarían voluntarios en las tropas napoleónicas que para ellos eran el símbolo de la igualdad y equiparación con el resto de los franceses. Podían ser ya reclutas de la Nación. Iban, como iría Furtado, convencidos, no de que invadían un país, sino de que llevarían la civilización, el Código Civil y los derechos del hombre, la igualdad y la libertad, que lo liberaban del oscurantismo, e irónicamente, de su manifestación más siniestra, la Inquisición.
Pude averiguar que de la familia Furtado (que había adoptado la grafía portuguesa de su original apellido, Hurtado), en Bayona mismo, entre los chocolateros y los vendedores de tejidos, muchos de los cuales aun conservan sus comercios, salieron varios reclutas, uno de los cuales había desaparecido en la guerra peninsular, llamado Isaac. También llegué a saber que el librillo en hebreo que llevaba, y que le condujo a la muerte que le dieron los últimos celosos inquisidores, no era una biblia sino una obra de su ilustre tío, Abraham Furtado, miembro del Sanedrín y de la Asamblea de Notables convocada por Napoleón para organizar el judaísmo francés dentro del marco constitucional.
Curiosamente, he sabido también que en Úbeda hubo antes de 1492 una familia hebrea, los Hurtado, probablemente la misma, que huyeron a Portugal y probablemente son los mismos que en el siglo XVIII se asentarían en la Aquitania. El joven recluta había ido a morir, por azar o por el destino, tres siglos después, como un paria, muy cerca de la cuna de sus ancestros.
Tras este macabro hallazgo, que podría haber ilustrado uno de los ‘desastres de la guerra’ de Goya, el cortijo quedó maldito entre las gentes de la comarca y ni siquiera tras la Desamortización hubo muchos pastores, muleros o aparceros que quisieran habitarlo. Como mucho, fue utilizado su patio como pequeña tinada temporal, y para guardar cereal en trojes. En la primera mitad del siglo XIX el término se dedicaba a los cereales, casi veinte mil fanegas, mientras el olivar sólo ocupaba dos mil, y los viñedos, setecientas.
Los franceses seguramente lo tomarían y lo usarían para encerrar prisioneros a los levantiscos pastores de la sierra de Cazorla, abandonándolo después.
Esta es la historia que me ha contado un erudito local, bibliotecario jubilado, que vive entre sus papeles viejos, revistas del Instituto de Estudios Giennenses, sin que nadie le haga caso, en una cortijada medio abandonada, con unos añosos pinos, un parral, un pozo casi seco –aunque las lluvias de este año lo han rellenado- y unos patios destejados.
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