Corría el año de 1945 cuando un buen día de noviembre el marmolejeño Alfonso Merino Gómez decidió ir bien temprano a coger unas bellotas a la Dehesa del Rincón, cerca de la finca de Valtocao y de la desembocadura del Jándula. Le acompañaría su amigo Andrés “El de la Sierra”, cuñado de Pedro “Potrica”, el hijo de los caseros de Valtocao. Cruzaron el Guadalquivir por la barca de Valtocao e inmediatamente se adentraron en Sierra Morena.
En esos días, el joven Alfonso, disfrutaba de un permiso de su capitán, pues estaba haciendo la milicia en el cuartel de Artillería de Córdoba y aprovechaba dichos permisos para ayudarle a su padre en las tareas del campo. Eran malos tiempos; el hambre asolaba la Andalucía de la Postguerra y cualquier ayuda a la familia siempre llegaba como maná caído del cielo, aunque Carlos Merino, el padre, disfrutaba de cierta solvencia fruto del pequeño patrimonio conseguido con muchos esfuerzos y sacrificios a lo largo de su vida.
Para la vuelta al cuartel, Alfonso había prometido a su brigada, y a un compañero de Arjonilla, muy devoto de la Virgen de la Cabeza, que les llevaría unas curiosas bellotas de unos viejos chaparros de la Dehesa del Rincón, con la forma de la venerada imagen estampada sobre su cáscara.
Inesperadamente en el camino hacia la Dehesa, antaño propiedad del Marqués del Cerro, les salieron al paso unos guardias civiles que, al confundirlos con gentes que iban a robar bellotas, los detuvieron y se los llevaron hacia la casería para interrogarles. Al verlos venir, el casero del Rincón, intuyendo lo que pasaba, acudió presto y desde el primer momento intentó persuadir a los guardias de que los dos jóvenes no tenían aspecto de ser ladrones de bellotas, pues ni siquiera sus atuendos eran los que frecuentaban las gentes de la sierra, y que a lo que iban era a por bellotas de la imagen de la Virgen de la Cabeza. Efectivamente, los muchachos sólo llevaban una taleguilla para 10 o 15 kilos de bellotas, cuando lo habitual era robarlas en sacos de más de 40 kilos.
Oídas las consideraciones de aquel hombre los guardias dejaron en paz a los jóvenes aunque con la condición de que se volvieran para el pueblo. Como vio el casero que se iban a ir de vacío, cuando los guardias se alejaron del lugar, les regaló unas bellotas cogidas de aquellos chaparros, y que mantenía celosamente guardadas en una canasta que pendía del techo de la cocina. Definitivamente a su vuelta al cuartel, Alfonso, le entregó las bellotas a su amigo arjonillero, el cual maravillado, quedó eternamente agradecido por tan preciado regalo.
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