Poco
antes de conquistar Sevilla, el rey Fernando III el Santo estaba rezando en el campamento de
Tablada, se adormeció y tuvo una visión de la Virgen con el Niño en brazos que
le decía:
–
Yo te prometo que conquistarás Sevilla.
Al
despertar le contó la visión a su capellán, el obispo Don Remondo. Al poco
tiempo se cumplió lo prometido por la Virgen y el rey, en sus continuas
oraciones, se acordaba de aquella imagen que vio mientras dormía. Para no
olvidarla, pidió a los escultores que la esculpieran, pero ninguno supo
reproducirla exactamente.
Hubo
un día que tres jóvenes vestidos
de peregrino llegaron al Alcázar provenientes de Alemania. Eran
escultores en su ruta de perfeccionamiento y, tras recorrer el país germano y
Francia, llegaban a estas tierras para mostrar su arte y aprender de las obras
que aquí se hacían.
El
rey Fernando les ofreció lo que quisieran y ellos contestaron que
simplemente querían hacerle un
regalo por su gran acogida. Le quisieron regalar la talla de una
Virgen para alguna de sus capillas. El rey aceptó y les ofreció cuantos
materiales necesitaran, pero ellos dijeron que no necesitaban nada, solamente
un salón donde pudieran trabajar sin ser vistos y sin que nadie los molestara.
Cuando
los tres jóvenes estaban a su labor, una criada se asomó a ver cómo trabajaban
y se asombró al contemplar que ninguno tallaba, sino que se encontraban
cantando plegarias en medio de un gran resplandor. Corriendo fue a contárselo
al Rey. San Fernando fue a comprobarlo por sí mismo, pero cuando se acercó vio
sobre la mesa que se les había prestado para trabajar, la talla de la Virgen
que en sueños había visto día antes.
Los
jóvenes escultores habían desaparecido, allí no estaban y no había otra puerta
por donde pudieran haber salido. Se dio cuenta el Rey en aquel momento que esos
tres chicos eran ángeles y que le habían dejado allí la Virgen como regalo
divino. Los centinelas confirmaron que nadie había salido del Alcázar y los
escultores sevillanos certificaron que era imposible haber tallado aquella
imagen en tan poco tiempo.
Así
también lo declaró el obispo Don
Remondo y, considerándolo un milagro, ordenó que se colocara la
imagen en la Capilla del Alcázar con el nombre de Nuestra Señora de los Reyes. Con el paso del tiempo, ya muerto San
Fernando, en su testamento dejó escrito que deseaba estar sepultado a los pies
de la Virgen de los Reyes, así encontramos que la Virgen pasó a la catedral,
instalándola en el altar de la Capilla Real donde San Fernando tiene su túmulo.
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