Hacia
1109, el belicoso Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, se esposa con Doña
Urraca, reina de Castilla. Como era habitual, fue un matrimonio de conveniencia
y ellos nunca se llevaron bien: ninguno de los dos cedió poder y territorio al
otro y continuaron reinando en sus respectivos territorios.
Ella,
una mujer de recio carácter, tenía un hijo de su matrimonio previo con Raimundo
de Borgoña de nombre Alfonso que, en principio, heredaría el reino de su madre.
Y claro, para Alfonso el Batallador el niño representaba un obstáculo para
hacerse con el reino castellano así que hostigó a su esposa que huyó con el
crío ayudada por algunos nobles afines.
El
niño es trasladado a la ciudad de Ávila ya que sus dirigentes, encabezados por
Blasco Jimeno, son partidarios de que Castilla siguiera siendo independiente y
no se anexionase al reino de Aragón.
El
padrastro aragonés llega a Ávila con fines poco “paternales”, deseando
apoderarse del crío que tantos quebraderos de cabeza le está ocasionando y pide
que se lo entreguen, que el será su tutor pero, la respuesta desde dentro de la
muralla es que ni hablar, que el Niño Rey se queda en Ávila.
Quizás
como maniobra dilatoria o porque realmente le surge la duda de si realmente
está allí y sigue vivo, el rey pide que se lo muestren y los habitantes de la
ciudad se lo enseñan por encima de las almenas de la muralla.
Estaba
demasiado lejos para poder reconocerlo así que Alfonso I solicita unos rehenes
para garantizar su seguridad al acercarse a la muralla. Por la Puerta de la Malaventura
salen setenta caballeros que son apresados mientras que el rey se acerca al
Cimorro de la Catedral para apreciar como, efectivamente, aquel era su hijastro
y estaba vivo.
Como
el asalto a la ciudad es imposible, decide retirarse de Ávila pero, en un acto
de gran crueldad, hace sumergir en grandes ollas de aceite hirviendo a los
apresados. Aquel lugar pasó a denominarse y aún sigue nombrándose así, Las
Hervencias, al norte de la ciudad.
Fue
grande el dolor que provocó semejante acción y los caballeros abulenses
“ovieron gran dolor i plañían e mesaban sus barbas e cabelleras”. No podían
enfrentarse a aquel ejército en campo abierto así que envían al más valeroso de
lo suyos, a Blasco Jimeno y a su escudero que partieron tras el monarca y su
séquito que se dirigían a Zamora. Les dieron alcance en un llano entre
Fontiveros y Cantiveros. Allí el hidalgo le retó a duelo, diciéndole que era
“malo, alevoso y perjuro” pero el rey, indignado, mandó a los lanceros y
saeteros acribillarles y descuartizar sus cuerpos. El Concejo de Ávila,
orgulloso de su conciudadano, mandó erigir allí una cruz que aún se conserva y
que recibe el nombre de La Cruz del Reto.
Tras
numerosas vicisitudes y la muerte de Doña Urraca, su hijo fue coronado rey de
Castilla como Alfonso VII y en agradecimiento al comportamiento de la ciudad,
permitió que en su escudo figurase la leyenda "ÁVILA DEL REY" y
apareciese él mismo, de niño, alzado por encima de las murallas como habían
hecho para mostrárselo a su padrastro.
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