Se
dice que una doncella mora, tal vez princesa, tan enamorada estaba de las
tierras de la otra margen del río Alberche que todos los días lo vadeaba a
caballo en época en que el río lo permitía y en una balsa de troncos de árbol
cuando este crecía. Cierto día, abandonó como de costumbre el campamento que
tenían instalado los moros en lo que hoy es el pueblo y se marchó a la otra
margen, a la que ella consideraba el paraíso. Una tarde feliz estaba siendo
aquella, que con el ansia de ver terminado el echarpe de colores tan vivos como
los de la naturaleza apuraba su último ovillo. No apercibió que las sombras de
la tarde habían hecho ya sus apariciones y que en lo alto, la nieve con su
brillo anunciaba el peligro de los lobos, cuando de pronto los aullidos
sobrecogedores de una manada, la hizo salir del embeleso en que la había sumido
su labor.
Apresuradamente,
cogió su echarpe y su ovillo. Corría a la margen derecha del río en busca de su
balsa, cuando de repente se vio rodeada por las fieras. Cuando la noche hacía
casi imposible ver, se advirtió en el campamento la demora de lo joven doncella
y una sacudida de intranquilidad, de tragedia, zigzagueó por el poblado.
Salieron en su busca con antorchas encendidas
y al cabo de unas horas y con un carro de madera improvisaron una balsa para
pasar al otro lado del río.
Allí,
donde estaba asida la balsa en que debía retornar la doncella, hallaron un
diminuto ovillo. Siguieron su hebra y no muy lejos de ese lugar llegaron al
lugar donde la infortunada mora había saciado el hambre de las fieras. Meditando
sobre lo ocurrido pensaron que de haber habido un puente unos metros más
arriba, había tenido tiempo de llegar a la otra orilla y ponerse a salvo.
Aquella misma noche acordaron la solución, construir el puente de Navaluenga
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