Cuenta
la leyenda que el diablo quiso una vez subir a la superficie de la tierra en
busca de almas corrompidas que arrastrar hasta las profundidades de su infernal
reino. Pero extravió el trayecto y fue a parar al campo charro, repleto de
encinas, pero despejado de seres humanos en kilómetros a la redonda. El
maléfico ser deambuló por la dehesa salmantina durante horas, pero sin éxito
alguno. Así que comenzó a sentir los achaques que la encarnación. Sintiéndose
fatigado, decidió sentarse a la sombra de un frondoso árbol para recobrar el
fuelle durante un momento. De repente, un agudo sonido le sobresaltó.
El
diablo se percató de la presencia de un maullido que le aturdió el oído. Un
grupo de gatos reclamaba su atención a lo lejos, a la puerta de lo que parecía
ser una alquería. Donde hay gatos hay hombres, y bajo techo más, pensó la
maldad hecha carne y hueso, por lo que no dudó en acercarse raudo hasta los
mininos. Durante el trayecto era él quien se relamía de placer calculando
avariciosamente cuántas almas robaría.
Al
llegar hasta los gatos, éstos se introdujeron por la puerta. El diablo decidió
seguirles. Pensó en adentrarse sigilosamente, pero eso era un síntoma de
debilidad. Él era el señor del inframundo, el dueño de las hogueras terrenales,
así que irrumpió a la fuerza y vociferante. Sin embargo, el silencio se adueñó
de la estancia. Allí no había nadie. Los gatos se arremolinaban ante una
figura. Y entonces el diablo comprendió que había sido engañado. Los animales
se apostaban a los pies de un cristo. Estaba en un templo.
Apenas
pudo reaccionar, pues tan rápido como había llegado el diablo comenzó a evaporarse,
sucumbiendo al poder de la bondad que emanaba de aquel lugar. Pero no quería
regresar de vacío al infierno, así que mientras desaparecía hizo un último
esfuerzo para agarrar por el rabo a los gatos que le habían burlado. Los
animales hicieron todo lo posible por permanecer en la superficie, estirando
las zarpas para quedar anclados a la tierra a través de sus uñas, quedando sólo
el rastro de éstas como testimonio de lo allí acontecido. Desde entonces se
cuenta que los pequeños berruecos que se reparten por las fincas de lo que hoy
es Berrocal de Huebra son las uñas petrificadas de los gatos que el diablo se
llevó despechado al infierno.
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